28 julio 2005

Obsesión

Aquello no cuadraba. No tenía sentido; no seguía una argumentación coherente; perdía el hilo narrativo una y otra vez. Había escrito y reescrito aquel cuento no recordaba cuantas veces y no lograba acabarlo.
El protagonista tenía que morir, eso lo sabía. Estaba implícito desde la primera frase, pero el relato, serpenteaba y se le iba de las manos; no daba con la fórmula final. El protagonista seguía vivo. Incluso felizmente vivo, podría decirse; y esa no era la idea.
A estas alturas, ya no estaba seguro de nada; quizá debería dejarlo vivir aunque no sería justo para sus víctimas. A lo largo del cuento había descrito al personaje como un tipo perverso, asesino y violador, acreedor de todos los castigos humanos y divinos; era un ser despreciable que no merecía compasión; en ninguna de sus acciones había dado la menor muestra de piedad o de arrepentimiento; entonces ¿porqué no podía matarlo? ¿Porqué no podía escribir ni siquiera que moría de un ataque al corazón?
Sabía que en la vida real muchos crímenes quedan impunes, pero él escribía un relato y el escritor siempre puede hacer justicia con sus palabras. Y no podía; no podía y eso le trastornaba; no dormía por miedo a las pesadillas, que le mostraban al criminal riéndose de él y llamándole cobarde; le soñaba estrangulando a su hija y se despertaba de golpe bañado en sudor y sollozando de impotencia; rompía el relato y tenía que volver a escribirlo porque deseaba llegar al final y matar a ese hombre y no encontraba el modo de plasmarlo. Y ahora tenía miedo de no poder deshacerse nunca de aquella presencia; de no poder acabar aquella historia y que el personaje habitara su mente para siempre.
No podía más; se estaba volviendo loco de insomnio y desesperación. Iba a deshacerse de aquel monstruo que le crecía dentro de una vez por todas.
Ya sabía como acabar con él.
Fue hasta el ordenador; abrió el archivo que contenía el relato y puso en pantalla la última página. Y escribió :
¡HASTA AQUÍ HAS LLEGADO, CABRÓN..!
Imprimió el relato, retiró todas las hojas de la impresora y con ellas en la mano fue a la cocina. Se sentó y leyó la historia de aquel hombre que él había creado. Lloró por eso y por sus víctimas y por él mismo; por su estupidez, por su cobardía. Lloró hasta que el gas le escoció en los ojos y le dificultó la respiración; pensó en su mujer y en su hija y mentalmente les suplicó el perdón. Metió las hojas del relato dentro de la camisa, pegadas a su piel.
Y encendió la cerilla.