26 septiembre 2005

La gota de más

Despierta con la tranquilidad de quien sabe que tiene todo un día libre por delante; sin agobios, sin gritos, sin obligaciones. Da un par de vueltas entre las sábanas, renuente, antes de apartarlas para levantarse. Abre la ventana; el día está agradable. Lo toma como un regalo; un premio merecido. Enfila el pasillo hacia el baño, esquivando la mancha de sangre seca ante la puerta del comedor.
El agua tibia cae en la bañera elevando la espuma hasta los bordes. Ni recuerda desde cuando no ha tenido tiempo para un baño así. Con un suspiro de placer se sumerge en el agua y cierra los ojos.
No lo había premeditado, pero sucedió y ya no importa.
Alza las manos a la altura de sus ojos y las mira atenta; no son jóvenes, aunque ahora, con la humedad del baño dan una falsa impresión de inocencia. Le gustan sus manos; son fuertes y sensibles; adecuadas para prodigar cuidados. Eso han hecho durante catorce años. Y también han sido indulgentes y serviciales.
Hasta ayer por la noche.
Se viste despacio; sin mas ruido que el roce de la ropa al deslizarse por su piel. El silencio de la casa es un bálsamo que la envuelve, reconfortando sus maltrechos oídos.
Tenía paciencia; hubiera soportado mucho más solo con que ayer se hubiera callado. Pero no lo hizo.
Se peina con cuidado y desliza las manos por su cuerpo para ajustar la ropa, estirar las mangas, colocar el cuello de la blusa; cuando llegue la policía quiere parecer lo que es; una mujer madura, tranquila, que sabe lo que hace y acepta sus responsabilidades.
Si ayer, al llevarle la cena, no le hubiera dicho que daba asco, si no la hubiera llamado desgraciada e inútil, si no le hubiera repetido, como cada día durante catorce años, que su obligación era aguantar y servir, si no le hubiera echado en cara que la había recogido cuando el marido la abandonó, si no hubiera estrellado el plato de sopa contra el suelo, si no le hubiera gritado que lo que quería era matarla, ella no habría dicho -sí, madre - y no le hubiera clavado el cuchillo en el corazón.

05 septiembre 2005

Dedos para peces

Me llamaban y aquella voz era mi propia voz. Me incorporé en la cama, confusa. Volví a oír mi nombre. La llamada parecía venir del resquicio luminoso que se abría al fondo de aquel pasillo que no recordaba en mi casa.
¿Dónde estaba..? La habitación era la mía; diferente, más oscura, pero era mi cuarto. Bajé de la cama y caminé hacia la luz por aquel espacio estrecho y desconocido, apoyando los brazos en las paredes laterales. Tenía los pies helados y me dolía la mano derecha. La luz parecía alejarse a cada paso que daba y el suelo bajo mis pies se había vuelto elástico y blando. No me di cuenta de cuando empecé a flotar, pero era eso lo que estaba haciendo; fluctuar ingrávida hacia el final del corredor.
Alguien me sujetó; pregunté, “¿Susana..?”. Afirmó con la cabeza y se puso un dedo en los labios reclamando silencio. Tiró de mí hacia la luz lechosa apretando mi mano derecha que cada vez me dolía más. Intenté decírselo pero volvió a reclamar silencio. El pasillo ya no estaba y flotábamos sobre un pequeño lago rodeado de árboles. Nubes azul oscuro cubrían el agua aunque yo podía verla y también a los peces; había muchos sacando la cabeza a la superficie como si se estuvieran ahogando. Quise preguntarle a Susana pero ya no era ella quién me sostenía. Me asusté; quería gritar y soltarme del cepo de aquella otra mano que apretaba mis dedos sin compasión. Forcejeé, me revolví, necesitaba liberarme y de pronto otra mano surgió y empezó a estirarme de los dedos. Vi, horrorizada, como los iba desprendiendo de mi mano y los tiraba al centro del lago donde los peces se arremolinaban y peleaban por cada pedazo de mi carne en un revuelo salvaje de escamas y bocas abiertas. Y los dedos volvían a crecer y de nuevo me los arrancaban; pensé que era muy extraño que no me doliera la mano y que estuviera tan blanca y entera.
Nadie me sujetaba, pero algo me empujó más allá de los árboles. Me sentí aliviada cuando vi que estaba sola de nuevo. Sola y sentada en una ancha pared de piedra que dividía una gran extensión cubierta de hierba. Me dejé caer sobre ella y me tumbé cara al cielo. Seguía plagado de nubes azul oscuro que bajaban despacio hacia mí. Bien; me abrigarían y podría descansar un rato.