12 julio 2007

Amalia

Hoy iba a ser un día de esos que parecen no querer acabarse nunca. El calendario lo estaba gritando: 10 de octubre. Amalia suspiró resignada y se dispuso a afrontarlo.
Atándose el delantal a la espalda se encaminó a la cocina. Le dolían las rodillas; mala señal. Sólo faltaría que lloviera. Puso el agua a hervir y preparó las tostadas. La señora no comería nada más. Hoy no.
Desde el fondo del pasillo llegó un campanillazo en el mismo momento que la tetera dejaba escapar el primer chorro de vapor. Las once ya.
-Bueno, justo a tiempo - murmuró Amalia. Apagó el fuego y enfiló el pasillo. La campanilla sonaba en un repiqueteo impaciente.
-Buenos días, señora.
Abrió las cortinas y se acercó hasta la cama, donde una mata de largos cabellos blancos se extendía por un mar de almohadones, enmarcando un rostro huesudo y pálido que surgía del cuello de un camisón que no parecía contener sino ese rostro, y unas manos de largos y finísimos dedos asomando por entre los encajes de las mangas.
-Buenos días, señora - repitió Amalia.
-¿Qué día es hoy?
La voz de la anciana era firme.
-Miércoles, señora.
-Amalia, no me tomes por tonta. ¿Qué día es hoy?
-10 de octubre, señora.
-Bueno, ¿y a qué esperas? ¿Acaso no tienes nada que hacer? ¡Vamos, vamos, traéme una taza de té y una tostada! Una sola o luego no podré comer nada. Y ve abriendo la casa, que se ventile. No quiero que huela a moho. ¡Deja de retorcerte el delantal, demontres..! ¡El té, Amalia, el té! ¡Deprisa o se hará tarde!
-Ahora mismo.
-¿Ahora mismo, qué?
-Ahora mismo, señora.
-Eres vulgar, Amalia, vulgar. Tantos años y no he conseguido sacar partido de esa cabeza hueca. ¡Traéme ese té de una vez! ¡Deprisa, deprisa, que hay mucho que hacer!
Amalia volvió con el té y preparó el baño mientras la anciana lo bebía con prisa y mordisqueaba la tostada. Luego la ayudó a levantarse y a meterse en el agua espumosa. Amalia se preguntó de dónde sacaba tanta fuerza aquel saquito de huesos en que se había convertido su señora.
-¿Está preparado el cuarto de la niña? ¿No habrás quemado el bizcocho de nueces de mi hijo como hiciste el año pasado? Tráeme el vestido azul marino, el de manga abullonada. ¿Qué te pasa hoy? Estás más torpe que nunca. Vamos, vamos, que se echa el tiempo encima. Sécame, sécame. ¿Has puesto las rosas en la salita? Amarillas, que sean amarillas; a mi nuera le gustan de ese color. ¿Y la plata? ¿Has limpiado la plata...?
Amalia contestaba a todo con un tranquilo "sí, señora" y continuaba lavando, secando, peinando y abrochando vestidos, collares y pulseras. Luego le puso el bastón en la mano y la acompañó a su butaca en la salita, frente a la ventana desde la que se veía el camino que llegaba hasta la misma puerta de la casa.
-Amalia, no pensarás abrir la puerta a mis hijos con esa facha ¿verdad? Estás que da grima verte. Cámbiate. Y ponte la cofia. Será lo único que aún te vaya bien del uniforme, porque estás gordísima. Nunca serás una verdadera doncella, por mucho que me esfuerce. ¿Cuantos años llevas aquí?
-Cuarenta y cuatro, señora.
-¡Cuarenta y cuatro años..! Pues parecen cuarenta y cuatro días, a juzgar por lo que has aprendido. Anda, ve a poner la mesa que ya no pueden tardar mucho.
Amalia agradeció poder salir. No era necesario ir al comedor a preparar nada. Demasiado sabía que no lo iban a necesitar. En la cocina podía descansar un rato. Ya era más de la una. Se sentó ante la mesa con un vaso de zumo y un par de galletas. La señora tenía razón. Estaba torpe ya. El tiempo no pasaba en vano. Y también pasaba deprisa. Volvía a ser 10 de octubre. Oyó la campanilla. Se apoyó en la mesa y se levantó con un esfuerzo doloroso. ¡Dichosas rodillas...!
-Diga, señora.
-¿No han llamado mis hijos?
-No, señora.
-Llama a su casa, Amalia; que Juani te diga a que hora han salido. ¿Es que nunca se te ocurre nada? ¡Todo hay que decírtelo, cabeza hueca!
-Ahora mismo llamo, señora. Perdone, señora.
Amalia fue al otro extremo de la salita, descolgó el auricular y marcó un número. Una voz contestó lo que ya sabía. "Le informamos que el número solicitado no existe...."
-Están comunicando, señora.
-¡Vaya por Dios...! Vuelve a llamar más tarde. Tráeme un poco de agua.
-Señora, debería comer algo.
-No, no. Me quitaría el apetito para el almuerzo. Sólo agua. Y rapidito, que contigo...
Cuando Amalia volvió con el agua, la anciana dormía, la cabeza sobre el pecho, las manos abandonadas en el regazo. Se dijo: "Mejor así". Volvió a la cocina, se sentó y puso un taburete bajo sus pies. Estaba cansada. Con suerte, la señora dormiría un par de horas y faltaría poco más para poder acostarla. No aguantaba levantada mucho tiempo.
La despertó el insistente sonido de la campanilla. Se levanto de un salto y se le doblaron las rodillas. Con un gesto de dolor, se apresuró hacia la salita.
-¿Dónde diablos te metes, estúpida?. ¡Llevo media hora llamando!
-Perdone, señora. Estaba en la terraza de atrás.
-¿Han llamado mis hijos? ¿O estabas demasiado ocupada para descolgar el teléfono?
-No, señora. Habría oído el de la cocina. No han llamado, señora, seguro.
-¿Qué hora es?
-Pronto serán las seis, señora.
-No entiendo que puede haber pasado para que no hayan llegado aún.
-Habrá surgido algún imprevisto, señora. Vendrán mañana. O esta noche, quizás.
-Bueno, bueno. Me disgusta mucho ésta falta de atención, pero así son los jóvenes hoy día.
La anciana fijó la vista en el jardín. ¿Estaba oscureciendo o eran sus ojos los que se oscurecían? No le apetecía seguir allí sentada, mientras Amalia la miraba con aquella cara de torta sin sal.
-Amalia, quiero acostarme ya. Si llegan tarde mis hijos, no me despiertes.
-Muy bien. señora.
La anciana miró una vez más al jardín. No; no se veían luces de faros, ni en el camino había ningún coche. No habían venido. Otra vez no habían venido. Cogió el brazo que le ofrecía Amalia y las dos mujeres se encaminaron a la alcoba.
Allí deshicieron el ritual matutino. El vestido volvió al armario, las joyas al joyero y el pelo volvió a soltarse. Tomó su pastilla para dormir y Amalia arregló los almohadones en torno a su cabeza y la tapó, cuidando de que quedaran fuera del embozo los brazos y las finas manos, ahora un poco más temblorosas que por la mañana. Cerró las cortinas y apagó la luz central, dejando una pequeña lámpara encendida sobre una mesita baja. Amalia sabía que su señora ya no tenía ganas de hablar. Una última mirada para comprobar que todo estuviera en orden y dijo:
-Buenas noches, señora.
No contestó, pero al cerrar la puerta volvió a llamarla.
-Amalia.
-Diga, señora.
-Nada, nada. Vete ya.
Y luego, apenas susurrado, Amalia la oyó decir:
-Gracias.
Cerró la puerta como si no la hubiera oído. Sabía que eso era lo que su ama quería y a ella no le importaba. Apoyó la espalda en la puerta de la habitación y escuchó. Como cada año, desde hacía cinco, le llegaron los sollozos apagados de la anciana. Nunca la había visto llorar después de aquel día. La señora era demasiado orgullosa para dejarse ver tan abatida.
En la cocina se quitó los zapatos y el uniforme. Las piernas le dolían a rabiar. Preparó un balde con agua salada, se sentó cerca de la mesa y sumergió los pies en el agua tibia. Luego cogió el recorte de periódico que guardaba en el cajón. Miró aquella fotografía que había visto cientos de veces. Un coche destrozado, unos bultos en el suelo tapados con mantas, un policía escribiendo algo en un cuaderno. Al pie, una breve reseña: "10 de octubre de 2001. Un matrimonio y su hija de cuatro años, han resultado muertos en un trágico accidente a las afueras de..."
Dejó de leer. Se dijo que ella tampoco podría aceptar algo así por muchos años que viviera; que, seguramente, preferiría conservar esa imposible esperanza; que seguiría aguardando.
Quizás el año entrante, ya no tuviera que fingir que no había sucedido semejante desgracia. Estaba muy acabadita su señora.