Todo estaba preparado. Las ventanas cerradas, las cortinas corridas y la pequeña estufa de gas apretada contra la butaca. Empezaba a notarse un ligero olor a quemado; casi nada todavía. Había tenido que reunir muchas fuerzas, pero una vez tomada la determinación, no iba a retroceder. No sabía de que otra manera podía librarse de tanta angustia.
Por enésima vez en la última semana se dijo que ya valía; de todo. Ya valía de aguantar borracheras, de noches en vela sin saber donde estaba, de pasar apuros porque él nunca tenía bastante para gastar en su vicio favorito. Estaba harta.
No es que fuera malo; no la pegaba ni la insultaba, al contrario. Llegaba a casa con aquel pestazo a bar de mala muerte, con un aliento podrido de alcohol y la abrazaba y le decía que la quería mucho y que lo sentía; que nunca más volvería a pasar. Algunas veces le traía una rosa, comprada en cualquier discoteca al principio de la noche, marchita y sucia, y se arrodillaba ante ella, suplicando, "dame un beso, por favor; te juro que nunca, nunca más" Y lloraba; y las lágrimas le corrían por la cara y los mocos le resbalaban hasta la boca y seguía intentando besarla.
Y ella se moría de asco y de desesperación.
No más. Ahora, él dormía tirado en el sofá; ni una bomba podría despertarle; de eso podía estar segura. También sabía que los vecinos, siempre vigilantes, le habrían oído llegar cantando y dando traspies por los escalones de entrada al edificio, ya de madrugada. ¡Cuántas veces había sentido la vergüenza de sus miradas de lástima o de reprobación! Como si ella fuera la culpable de las borracheras de su marido.
Parecería casual; habría tropezado; quizás había empujado la estufa hacia la butaca y el relleno de espuma, ardiendo lentamente desprende gases tóxicos. Todo el mundo sabe eso; que el humo mata si no te despiertan a tiempo.
Y ella no iba a estar allí para despertarle. Ni ella ni nadie en varios pisos. A esa hora solo quedaba en el bloque, Antonia, la anciana del segundo, que no prestaba atención a nada que no fueran sus gatos.
Bien. Hora de marcharse. Ni lo miró. No quería arrepentirse.
Ella estaría en su puesto de trabajo esperando una llamada liberadora.
Y la llamada llegó dos horas después.
-¡Un milagro..! -le gritaba una voz alterada en el auricular. -¡Es un milagro...! El gato gris de la Sra. Antonia se ha caido sobre el tendedero del primer piso y ella ha llamado a los bomberos que se han dado cuenta de que olía a humo. Han tirado abajo la puerta de tu piso y dicen que por poco se muere tu marido asfixiado. Lo han llevado a la Cruz Roja, pero no te preocupes que está fuera de peligro. ¡Qué suerte has tenido, hija...!
-Sí.., ¡qué suerte...!