Despierta con la tranquilidad de quien sabe que tiene todo un día libre por delante; sin agobios, sin gritos, sin obligaciones. Da un par de vueltas entre las sábanas, renuente, antes de apartarlas para levantarse. Abre la ventana; el día está agradable. Lo toma como un regalo; un premio merecido. Enfila el pasillo hacia el baño, esquivando la mancha de sangre seca ante la puerta del comedor.
El agua tibia cae en la bañera elevando la espuma hasta los bordes. Ni recuerda desde cuando no ha tenido tiempo para un baño así. Con un suspiro de placer se sumerge en el agua y cierra los ojos.
No lo había premeditado, pero sucedió y ya no importa.
Alza las manos a la altura de sus ojos y las mira atenta; no son jóvenes, aunque ahora, con la humedad del baño dan una falsa impresión de inocencia. Le gustan sus manos; son fuertes y sensibles; adecuadas para prodigar cuidados. Eso han hecho durante catorce años. Y también han sido indulgentes y serviciales.
Hasta ayer por la noche.
Se viste despacio; sin mas ruido que el roce de la ropa al deslizarse por su piel. El silencio de la casa es un bálsamo que la envuelve, reconfortando sus maltrechos oídos.
Tenía paciencia; hubiera soportado mucho más solo con que ayer se hubiera callado. Pero no lo hizo.
Se peina con cuidado y desliza las manos por su cuerpo para ajustar la ropa, estirar las mangas, colocar el cuello de la blusa; cuando llegue la policía quiere parecer lo que es; una mujer madura, tranquila, que sabe lo que hace y acepta sus responsabilidades.
Si ayer, al llevarle la cena, no le hubiera dicho que daba asco, si no la hubiera llamado desgraciada e inútil, si no le hubiera repetido, como cada día durante catorce años, que su obligación era aguantar y servir, si no le hubiera echado en cara que la había recogido cuando el marido la abandonó, si no hubiera estrellado el plato de sopa contra el suelo, si no le hubiera gritado que lo que quería era matarla, ella no habría dicho -sí, madre - y no le hubiera clavado el cuchillo en el corazón.
El agua tibia cae en la bañera elevando la espuma hasta los bordes. Ni recuerda desde cuando no ha tenido tiempo para un baño así. Con un suspiro de placer se sumerge en el agua y cierra los ojos.
No lo había premeditado, pero sucedió y ya no importa.
Alza las manos a la altura de sus ojos y las mira atenta; no son jóvenes, aunque ahora, con la humedad del baño dan una falsa impresión de inocencia. Le gustan sus manos; son fuertes y sensibles; adecuadas para prodigar cuidados. Eso han hecho durante catorce años. Y también han sido indulgentes y serviciales.
Hasta ayer por la noche.
Se viste despacio; sin mas ruido que el roce de la ropa al deslizarse por su piel. El silencio de la casa es un bálsamo que la envuelve, reconfortando sus maltrechos oídos.
Tenía paciencia; hubiera soportado mucho más solo con que ayer se hubiera callado. Pero no lo hizo.
Se peina con cuidado y desliza las manos por su cuerpo para ajustar la ropa, estirar las mangas, colocar el cuello de la blusa; cuando llegue la policía quiere parecer lo que es; una mujer madura, tranquila, que sabe lo que hace y acepta sus responsabilidades.
Si ayer, al llevarle la cena, no le hubiera dicho que daba asco, si no la hubiera llamado desgraciada e inútil, si no le hubiera repetido, como cada día durante catorce años, que su obligación era aguantar y servir, si no le hubiera echado en cara que la había recogido cuando el marido la abandonó, si no hubiera estrellado el plato de sopa contra el suelo, si no le hubiera gritado que lo que quería era matarla, ella no habría dicho -sí, madre - y no le hubiera clavado el cuchillo en el corazón.