25 marzo 2005

Erase que se era...

... una linda princesita que todas las noches soñaba sueños maravillosos. Y se enfadaba mucho porque al despertar, nada de lo que había soñado se encontraba ante sus ojos. Quería dormir siempre para no dejar de ver sus sueños pero, naturalmente, eso no era posible. El sol llegaba puntual y con él la realidad de todos los días.
Las doncellas abrían las ventanas de par en par, la ayudaban a levantarse, la bañaban, la peinaban, la vestían y ¡hala!, a la rutina de siempre.
La princesa estaba hartísima de tener que despertarse a diario tanto si quería como si no. Con el tiempo llegó a odiar de tal forma no poder quedarse soñando, que enfermó. Su cara se volvió pálida, sus manos transparentaban de delgadez y su bonita sonrisa desapareció. Solo cuando dormía su rostro reflejaba felicidad.
Sus padres, que la querían mucho, buscaron todos los remedios posibles. Los más ilustres médicos pasaron por el palacio a visitar a la princesa sin hallar medicina que la sanara. Todos los magos famosos formularon encantamientos y conjuros sobre la princesa y cocinaron enormes calderos de pociones mágicas que tampoco surtieron ningún efecto.
Un día, con apenas un hilillo de voz, la princesa dijo a sus padres: "Si consiguiera que la noche durara siempre, podría soñar con los ojos abiertos y me curaría"
Los reyes llamaron inmediatamente a los hombres más sabios del reino. "¿Existe algún lugar en el mundo donde siempre sea de noche?". El más anciano de ellos contestó que sí, que existia ese lugar y lo señaló en un gran mapa, aunque les advirtió que allí hacía un frío intenso y deberían llevar mucha ropa de abrigo.
El rey ordenó que se esquilaran todas las ovejas de todos los rebaños del reino y con su lana se confeccionaran mantas, abrigos, tiendas, toldos y todo lo que se pudiera necesitar y así se hizo. Cuando estuvieron preparados subieron a la princesa y a su séquito en confortables carruajes y emprendieron el camino.
Pasaron y dejaron atrás muchos países bellísimos pero la princesa no quería verlos. Cerraba los ojos e intentaba dormir. Dormir para soñar.
Poco a poco los días se fueron haciendo más cortos y las noches duraban más horas y una mañana que resultó especialmente breve, la princesa sonrió estando despierta.
La alegría fue tanta que parecía que hasta los caballos se habían contagiado y, como si les hubieran brotado alas, corrían veloces hacia la noche que les devolvería a su princesa.
Y por fin, no salió el sol. Solo una delgada línea de claridad parecía colgar del horizonte. Hasta la nieve, que lo cubría todo, había oscurecido. Y la princesa abrió los ojos y miró en todas direcciones. Su sueño debía estar allí, en alguna parte, en el centro de aquella oscuridad que era tan profunda como cuando dormía y aún no había empezado a soñar.
Cerró los ojos muy fuerte, muy fuerte y luego, lentamente, los abrió y... ¡oh maravilla, allí estaban..! El cielo se había llenado de colores que se movían y mezclaban, se enredaban, bailaban, huían, regresaban, subían y bajaban sin cesar. La emoción casi no la dejaba respirar. Le parecía que aquellos colores le acariciaban los cabellos, las mejillas, la envolvían en un manto cálido y la arropaban con cariño. Y le entraron muchas ganas de gritar y de correr para alcanzar del todo aquel milagro.
Después de un largo rato el cielo se tranquilizó. Los colores se fueron difuminando en la oscuridad y la princesa, agotada, sintió deseos de dormir, pero esta vez, al arrebujarse en su cálido lecho de pieles pidió a sus doncellas que no se olvidaran de despertarla. Quería estar bien despejada cuando el cielo viniera a acariciarla otra vez.
Con el tiempo, la princesa sanó del todo, se casó con un noble caballero de su séquito y se quedó para siempre en el único lugar en que se sentía feliz estando despierta.
*
Primera edición, 23 junio 1.999

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