14 abril 2005

Erase una vez...

Ni los más ancianos de la bandada recordaban haber conocido a un pato tan charlatán como el pequeño Cuaki. Ya se sabe que los patos en cuanto empiezan a saber graznar un poco, pasan el día entero detrás de los mayores preguntando el porqué de todo, pero Cuaki verdaderamente, se pasaba. No cerraba el pico ni un momento desesperando a sus padres y hermanos que se veían obligados a consumir grandes cantidades de hierbas medicinales para soportar el dolor de cabeza que les producía tanta charla.
Y lo peor era que, inmerso como estaba en su constante parloteo, nunca prestaba atención a lo que le respondían.
Lejos de mejorar con el tiempo, Cuaki siguió importunando a todos con sus preguntas y su conversación incansable, tanto, que cuando llegó el otoño y con él el momento de emigrar, la bandada se puso de acuerdo para dejar atrás a Cuaki. Ya eran bastante llamativos para los cazadores sin el tableteo continuado del joven pato.
Así que, una madrugada, mientras Cuaki descansaba el pico entre las cálidas plumas de su ala derecha, la bandada levantó silenciosamente el vuelo y se alejó dejando solo al ruidoso joven.
Aún antes de despertar del todo, Cuaki ya empezaba a hablar y esa mañana le extrañó mucho no escuchar en respuesta la voz de su padre, diciéndole a graznido limpio ¡CALLATEEE...!
Se sorprendió tanto que, por una vez, con el miedo en la garganta, no tuvo graznido que decir. Sigilosamente salió del nido y empezo a buscar por las orillas de la laguna. Lo normal era que a esas horas estuviera llena a rebosar de compañeros que desayunaban gusanos fresquitos o caracoles recién salidos de sus conchas o buceando en el agua para pescar alevines distraidos, pero aquel día no había nadie. No se oía nada. Ni un batir de alas, ni un graznido, ni una llamada.
Cuaki estaba solo. No sabía que hacer. Su corta vida había transcurrido al abrigo de infinitas plumas de infinitos patos y ahora no había nadie alrededor. Intentó recordar las conversaciones de los mayores. Quizás habían dicho algo que le indicara lo que pasaba, pero por más que pensaba solo recordaba el sonido de su propia voz preguntando y charlando. Ninguna palabra de los demás le venía a la memoria. Se dio cuenta de que nunca había escuchado a nadie, ni siquiera las respuestas a su incesante preguntar. A él solo le había interesado hablar y hablar.
Triste como nunca se había sentido y cansado de buscar inútilmente, Cuaki se acurrucó entre las raíces de un grueso árbol. Estaba oscureciendo y tenía miedo y frío y soledad.
El aire se llenó de rumores en los que nunca había reparado. Un grillo cantaba a lo lejos, un ratón de campo corría entre las hojas secas, las ramas de los árboles susurraban balanceándose suavemente y una rana, en la laguna, empezó a croar llamando a cenar a su familia.
Cuaki no durmió aquella noche. Escuchó y entendió las voces del mundo que lo rodeaba y se arrepintió mil veces a lo largo de aquellas horas interminables de haber desoído las palabras de su familia y sus amigos.
Estaba amaneciendo. Tenía hambre y se dirigió a la orilla de la laguna en busca de comida. Cual no sería su sorpresa al ver que en el agua, otro pato estaba desayunando. ¡Eh..!, gritó Cuaki, e inmediatamente se calló, asustado. No quería que el forastero huyera al escuchar su voz. Pero no fue así. Le devolvió el graznido y siguió desayunando como si nada. Cuaki se metió en el agua y nadó hacia él. Bueno, hacia ella, porque resultó ser una agraciada pata. Se presentaron mutuamente y conversaron largo y tendido acerca de sus bandadas y del porqué éstas las habían abandonado a su suerte. Plumalisa, que así se llamaba la joven pata, contó a Cuaki que fue por culpa de su manía de gastar bromas pesadas a sus compañeros y Cuaki le habló de su incesante parloteo. Después de mucho rato se dieron cuenta de que ninguno de los dos se había comportado como solía. Él había escuchado atento y ella no le había arrancado ninguna pluma. Convinieron en que quizá sería posible corregirse, comportarse como todo el mundo y llegar a ser unos buenos patos que pudieran convivir en paz con los demás, aunque también estuvieron de acuerdo en que eso sería mucho más aburrido.
Decidieron quedarse aquel invierno en la laguna y practicar las normas habituales entre los patos y para no aburrirse demasiado hicieron un pacto. Un día a la semana Plumalisa le gastaría todas las bromas pesadas que pudiera a Cuaki y al día siguiente Cuaki hablaría incansable sin prestar atención a lo que dijera ella.
Se lo pasaron tan bien aquel invierno que, cuando llegó la primavera y el amor empezó a estar por todas partes, se casaron y para cuando llegaron las bandadas a pasar el verano, ya tenían toda una prole gastando bromas pesadas y parloteando incansablemente.
Y hasta hoy siguen siendo muy felices.
*
Primera edición: diciembre, 1999

1 comentario:

Sherezada dijo...

jajajaj, ta bueno para enseñarlo de moraleja a unas cuantas personitas de esas que aparecen de repente. Pero AY de quien se tope con semejante familia patuna!!

Un besote, cuac
Sherezada