17 mayo 2005

Valentin

Valentin me enseñó a pescar. No aprendí mucho ni muy bien y eso de soltar carrete o enrrollarlo o adivinar donde demonios tenían la parte trasera (¿o era la delantera?) las lombrices para poder ensartarlas bien en el anzuelo, se me daba fatal. Es que me daban un asco de muerte las dichosas lombrices. Ensartar una lombriz adecuadamente, mientras intentas no mirarla y no tocarla, es algo complicado. Tuve suerte de que fuera Valentin quien me enseñara porque a él lo que le daba asco era tocar a los peces para desprenderlos del anzuelo, así que nos repartíamos el trabajo; el ensartaba las lombrices y yo liberaba los peces.
A mí me gustaba más pescar con cucharilla. Ir al blackbass a la cabecera del pantano donde eran suficientes cañas de 2.5; él preferia ir a la carpa con cañas de 4 metros que, por supuesto yo nunca logre tirar bien. Ni mal, porque la única vez que lo intenté, el anzuelo se fue a parar al pino más cercano y allí se quedó para siempre, porque a ver quien era el guapo que subía hasta allá arriba a desengancharlo. La caña de 4, podía más que yo, de todas todas. Aún así, con la pequeña, logré en el Santa Ana, una carpa de 600 gramos yo solita. Y sudé lo que nadie sabe para sacarla, que peleonas son. El blackbass también pelea, pero siempre fueron más bien pequeños los que pesqué. De estos, bastantes.
Con Valentin podias andar horas y horas por la montaña y no parar de aprender ni un minuto. Era un hombre sabio, con esa sabiduría que dan los muchos años y el contacto diario con la naturaleza. Si decia, mañana lloverá, llovía; si hará sol o nublado o tormenta o granizo, eso hacía.
Como si el tiempo le obedeciera.
Con él, entré a las minas de carbón de Corsá en busca de fósiles, con él, a Pedra a por equinodermos, con él a recoger incienso de la corteza del ginebro, con él a por setas, a por orégano, orquídeas miniatura, violetas, fresas silvestres y tantas otras cosas. Tesoros, ahora lejos.
Yo solo iba a buscar fósiles y creí que nada más me interesaba de aquel lugar. Valentin consiguió que me enamorara hasta los huesos de cada metro del Montsec. Y así sigo, enamorada. Ausente pero enamorada.
Como enamorado estaba él, que después de 40 años de guarda forestal, jubilado hacía tiempo, allí seguía vigilante, cuidando su parte de montaña, sabiéndosela toda y lo más importante; compartiendo con cualquiera que se le acercara lo que de ella sabía.
Cuando hay tormenta, como hoy aquí, me acuerdo de las piñas estallando en el fuego, el olor a resina y pino fresco que echábamos encima de los troncos ardiendo solo por el placer de ver las chispas diminutas elevarse por el tiro de la chimenea.

4 comentarios:

yole dijo...

Un anzuelo encontré prendido a un Boletus Pinicola y pensé: ¿De quién será este anzuelo?
Del pino en que se enganchó
parece que el viento lo bajó...
El anzuelo de la seta yo desprendí
y pensé: mejor lo guardo...
Ahora ya sé por qué lo guardé:
Ahora, con él, fabricaré
un prendedor que venga
a recoger las trenzas
de tu pelo...
Besos peluqueros.
Sonríe

Trenzas dijo...

Sonrío, que remedio contigo..!
Que bien nos hubieras venido el día que intenté pescar piñas..!
Bueno, quizá haya ocasión, porque seguro que si lo intento de nuevo, de nuevo cuelgo el anzuelo..
Besos múltiples.

Víctor dijo...

Un relato precioso, no esperaba menos :)
Han pasado cuatro años...¡ya es todo un clásico de la literatura!

Trenzas dijo...

Víctor: ¡Gracias...! :)
Sí, ya es de los antiguos este post. Escribí unos pocos sobre las personas que había conocido en mis tiempos de buscadora de fósiles en el Montsec. Una época muy feliz en mi vida y en la que conocí a muchas personas interesantes. La que más me impactó, fue Valentín. Casi analfabeto, nunca he conocido otro hombre más sabio que él; reseco de piel y desbordante de corazón.
Personas para el recuerdo :)
Un abrazo, amigo.