27 agosto 2005

Bolsillos vacíos

Ella me había dicho sus condiciones; "mientras estés aquí, te amaré como si fueras a quedarte siempre. Cuando te diga que te vayas, será como si nunca te hubiera conocido"
Acepté porque no la creí; no me imaginaba compartir la vida con alguien a quien dices amar y que eso pudiera no tener consecuencias; que se pudiera acabar sin ningún motivo; pero así fue para ella.
La encuentro por la calle alguna vez y si por casualidad se cruzan nuestras miradas, sus ojos pasan de largo, por encima o a través de mí; no sabría decirlo con exactitud; me mira sin verme, como se mira a un desconocido, porque eso es lo que soy. Un desconocido; otro más de los tantos con los que coincide en su trayecto. Nada más.
Pienso en aquellos dos meses que estuvimos juntos y no sé si reír o llorar. Cumplió su promesa; fue como si nunca tuviera que irme; en todo era perfecta conmigo; no descuidó nada, ni un detalle. Sabía lo que me gustaba; que libros, que películas, que música, que clase de beso, que forma de amor. Era la mujer perfecta de día y de noche; la amiga, la novia, la esposa, la amante que se entrega sin trabas; era lo que yo quisiera en cada momento. Y lo era disfrutando todos los minutos; de eso no me cabía duda.
Y se acabó. Una mañana de domingo, después de dos meses como en una nube, me dijo; "te vas hoy; tus cosas están preparadas en el recibidor y tu coche aparcado enfrente" y me tapó la boca con la mano para impedirme hablar; "te lo dije bien claro ¿recuerdas? Vete. Cuando regrese no quiero encontrarte aquí".
Salió de la habitación sin más y luego oí cerrarse la puerta de la calle.
Hubiera deseado echarme a sus pies; suplicarle; la hubiera besado, abrazado, hubiera llorado y gritado hasta enronquecer, pero se había ido sin darme tiempo a nada.
Y ahora me tocaba a mí. Ella había impuesto sus condiciones y yo las acepté. Cierto que no la creí; pensé que podría conquistarla, que lograría que me amara y no quisiera prescindir de mí. Vanas esperanzas. Nunca supe cual iba a ser el plazo de nuestra vida juntos, pero había finalizado.
No quería llevarme nada que no hubiera venido conmigo. Nada material. Vacié todos mis bolsillos y quedaron sobre la mesa las llaves del piso, su encendedor, la tarjeta del aparcamiento, la fotografía que nos tomaron en el restaurante, el resguardo de la alfombra en la tintorería.., cosas; solo cosas que no eran nada sin ella.
Recogí la mochila y la bolsa del recibidor sin detenerme a mirar su contenido. Sabía que todo lo que yo había traído estaba allí. Era demasiado perfecta para haber olvidado algo que me obligara a volver.
Un momento después estaba en el coche camino de mi casa. De allí había salido hacía dos meses para vivir un sueño; y el sueño había acabado. No solo mis bolsillos estaban vacíos.
No miré atrás. ¿Para qué?

21 agosto 2005

Lacrimae rerum

Recuerdo el brillo que se reflejó en el espejo cuando la mano de mi abuela bajaba a estamparse contra mis mejillas en dos sonoras bofetadas. Yo no tendría más de cinco años y no sé que travesura provocó aquel castigo. Me llevé las manos a la cara, que me ardía, pero no lloré. Mi abuela hablaba y hablaba regañando y moviendo las manos y yo solo podía seguir mirando aquellos destellos de colores que surgían de su anillo. Fue la primera ocasión en que vi esa joya.
Era, y es, un anillo muy hermoso, grande y ovalado; en el centro, una esmeralda límpida de cuyo engaste salen dos docenas de finas tiras de oro que acaban en otros tantos diamantes, montados en boca rusa. Mi abuela lo había recibido de su madre y ésta de la suya. Una joya familiar que pasaba de madres a hijas.
Conforme mi abuela envejecía y su carácter empeoraba por momentos, aquel anillo pareció convertirse en lo único que la mantenía viva. Las conversaciones con sus hijas giraban siempre en torno a la joya, y la prometía a una o a otra, según éstas se mostraran más o menos dispuestas a atender sus innumerables caprichos, sus malos humores y su despotismo.
Yo había crecido lo suficiente y el brillo de las piedras había dejado de fascinarme. A esa alhaja en particular, le tomé una inquina terrible. La miraba y me convencía de que si mi abuela no la poseyera quizás su carácter fuera otro; creía que del anillo emanaba una especie de poder maléfico que convertía a mi abuela en lo que era; una persona intratable a quien con mucho esfuerzo te acercabas a preguntar como estaba o a darle un beso.
Mi abuela falleció sin dejar testamento y ninguna de sus hijas quería aquel dichoso anillo que, con seguridad, tenía para ellas las mismas desagradables connotaciones que tenía para mí. Por tradición, le tocaba a mi madre, la hija mayor, pero no lo quiso y el anillo quedó en el fondo del joyero de mi tía. Muchos años después, cuando ésta también falleció, pasó al de mi madre, hasta que se cansó de verlo y me lo regaló. Soy la única descendiente de sexo femenino y me toca tenerlo por tradición. Y ahí está, en mi joyero. Nunca me lo he puesto. Cada vez que lo veo no puedo evitar el recuerdo del destello en el espejo y el escozor en la mejilla; y siento una mezcla de resentimiento y piedad por mi abuela.
Me pregunto si ella también hubiera deseado no poseer ese anillo y si lo usaba con nosotras de la misma forma que lo habían usado con ella.
Como un arma insidiosa; bellísima y cruel.

19 agosto 2005

Dos

Ella miró por encima de su hombro lo que él habia escrito.
-Eso es muy bonito. Me gusta.
Él volvió un poco la cabeza, contrariado.
-Pues a mí no me gusta nada. Es más, creo que es de lo peor de estos días.
-¿Tú crees? Pues a mí sí que me gusta. Creo que está muy bien.
Él cogió el folio, lo arrugó con rabia, hizo una pelota y lo tiró a la papelera.
Ella le dió un beso en la nuca y salió de la habitación, cerrando la puerta sin ruido.
Él miró hacia la ventana con el ceño fruncido. Tamborileó con los dedos sobre la mesa un rato. Primero con una mano. Luego con las dos y luego la palmeó con fuerza.
Después dirigió la vista a la papelera. Se inclinó y recogió la bola de papel arrugado.
La alisó con cuidado. Cogió otro folio y empezó a copiar lo que había escrito.
Ella volvió, le puso al alcance el desayuno y se fue sin una palabra, tan silenciosa como antes.
Sonriendo.

05 agosto 2005

Te sigo

La idea de aquella excursión había partido de él. A ella le atemorizaba la montaña en invierno, pero había dicho que sí. Era mucho mejor no discutir. Y él la necesitaba para montar la tienda y preparar el equipo y la comida.
Y ahora subían por un camino estrecho y embarrado al borde del barranco y él había vuelto a decir;
-No hagas nada más que seguir mis huellas. Eres tan torpe que te caerás y me estropearás el día. Si no sabes que hacer, siéntate y ya vendré a buscarte.
- Te sigo -dijo ella-, y procuró poner los pies dentro de las huellas precedentes. Sus huellas; las de él; las mismas que había seguido desde no recordaba cuanto tiempo.
Pie derecho, pie izquierdo; un paso y otro más pisando donde él había pisado, con exactitud.
Recordaba, vagamente , que alguna vez, hacía tiempo, había intentado mirar hacia otro lado, que había querido poner sus pies en lugares distintos de los que él marcaba. Nunca acertaba. Era como él decía; ella no estaba hecha para andar por su cuenta; ella solo estaba allí para hacer lo que le decían que hiciera.
Ya nunca miraba a los lados, ni hacia arriba; no. Ella solo miraba al suelo para fijarse donde ponía él los pies y seguir los mismos pasos, sin preguntas, sin esperanzas.
Una huella, un paso. Eso era todo.
Y por eso siguió andando cuando escuchó los gritos y el ruido de las piedras cayendo montaña abajo unos cuantos metros más adelante de donde estaba. Oyó su voz y sus gemidos, pero ella aún no había completado el camino que él había abierto y siguió andando hasta que no hubo ninguna huella más.
Entonces hizo lo que él le había dicho que tenía que hacer cuando no le hubiera dado indicaciones precisas. Se sentó en las rocas a esperarle, junto al rollo de cuerda y el equipo de escalada. Pensó que era un buen barranco para hacer un rappel hasta el fondo.
Pero él no le había dado instrucciones y no quería enfadarlo.