23 noviembre 2005

Galeote

Disculpen la extensión. Permiso concedido para leerlo por entregas :)
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Soy, o fui, Lucas Pérez, el de Aranda, que allí creo haber venido al mundo y esto que voy a relatar comenzó cuando tenía menos de veinte años.
Yo estaba condenado a galeras por una cuchillada que le asesté a un hidalgo demasiado remiso a entregarme su bolsa. Ese fue el delito por el que me llevaron preso pero no el único que había cometido, que desde que tuve uso de razón, otra cosa no hice si no fue robar, herir o matar.
Nadie que no lo haya vivido puede imaginar lo que es ser galeote por sentencia, que los que iban voluntarios, los llamados buenos boyas, tenían algún beneficio, pero para los condenados aquello era el mismo infierno.
Vivíamos al raso, así arreciara el temporal o el sol nos abrasara, apenas cubiertos con harapos, encadenados al banco por los pies, junto a otros tres o cuatro hombres, según fuera el peso y el largo del remo, que eran los normales de ciento treinta kilos y más de doce metros. Comíamos, dormíamos y hacíamos nuestras necesidades sin detener la boga. La inclinación de los talares, dejaba entrar el oleaje que, al salir, se llevaba una parte de la suciedad, pero nunca bastante y el hedor de la orina y las heces de doscientos cincuenta remeros, era insoportable. Los piojos y las chinches nos comían desde la rapada cabeza hasta los talones y se cebaban en las heridas que los cómitres nos hacían, a golpe de rebenque, cuando el impulso que llevaba el barco no les satisfacía. Nos daban de comer dos veces al día, siempre lo mismo; potaje, agua y pan, todo escaso, tanto, que de la misma hambre, a veces deseábamos que entrara en combate la galera, que entonces añadían algo de tocino y las raciones eran más abundantes. Y si moríamos de un arcabuzazo, mejor muerte era que de mordiscos de piojos.
Cuando soplaba la brisa, se largaban las velas y había algún tiempo de reposo. Fue en uno de esos pocos descansos cuando di en imaginar como hubiera podido ser mi vida si hubiera visto otro camino; si hubiera hecho otra cosa que robar, matar y embrutecerme. Podía haber sido diferente aunque nunca hubiera salido de pobre pero podría haber tomado algún oficio de aquellos que cuando estaba libre me parecían de tanto cansancio y que ahora, desde el banco de remo, se antojaban livianos. Y hubiera podido comer sobre un espacio limpio un pan que no apestara y andar sobre mis piernas cuando me apeteciera. Me desesperé pensando que si salía vivo, ya sería demasiado viejo y torpe para empezar otra vida; que nadie abriría sus puertas a un antiguo forzado y que si así fuera, no me quedaría tiempo bastante para enmendar el mal que había hecho. Las lágrimas me ahogaban con esos pensamientos y un día me encontré repitiendo la única oración que aprendí de niño, cuando mi madre me llevaba a la iglesia, y di en recitar avemarías, una detrás de otra y de tal modo sentía cada palabra, que no parecía sino que me clavaban astillas en el pecho cuando repetía “ruega por nosotros pecadores, Santa Madre de Dios..” Prometí mil veces que si me viera libre, acabaría mis días sobre la tierra en penitencia y ayudando a quien pudiera necesitarme. En nada más pensaba y ya no me importaba el hedor, ni el hambre, ni las chinches ni las cadenas; sólo remaba y ponía mi esperanza en Dios.
Y una mañana de octubre del año 1571, la galera entró en combate y el aire se llenó de gritos y lamentos; los artilleros corrían a los cañones y los disparaban tan aprisa como era posible, las toldillas ardían, las carrozas de popa saltaban destrozadas y en el estanterol los cómitres gritaban y repartían latigazos sobre nuestras espaldas para apresurar el empuje; los remos golpeaban cuerpos mutilados y levantaban el agua ensangrentada, mientras palos, velas y cuerdas caían sobre nosotros que, atados a los remos, no podíamos ni luchar por nuestra vida ni protegernos. Recé lo que creí sería mi última oración; recuerdo que grité “Santa María, Madre de Dios..” cuando un proyectil reventó a mi lado y me lanzó al agua. Caí en medio de los restos de otro barco, que el oleaje y el empuje de las galeras arremetiéndose con furia desplazaban de un lado a otro, y luego debí perder el sentido porque ya no recuerdo nada más de aquel suceso.
Desperté en Chipre; unos pescadores me recogieron casi muerto cuando llegué a la playa empujado por la marea y todos se maravillaban de como había logrado seguir a flote con aquellas cadenas colgando de los tobillos. Sané y supe que la Providencia me daba la oportunidad por la que tanto había rezado. Lo que no pude imaginar es que mi existencia se alargaría por más de dos siglos y que el precio por una vida de arrepentimiento iba a ser más duro de soportar que el banco en la galera.
Intenté cumplir; gané mi pan humildemente y lo compartí con quien lo necesitara, peregriné y ayudé a peregrinar, recé y enseñé a rezar, con la vida y el pensamiento puesto en el esfuerzo de mi salvación eterna. Nunca poseí más que lo imprescindible y acepté cuantas desgracias, golpes e insultos me sobrevinieron buscando consuelo en la oración y la penitencia.
He vivido doscientos veintiocho años. He visto caer reyes y morir papas; he sufrido guerras, hambre, pestes y miserias; y muchas, muchas veces me pesó haber rogado por mi vida, que era enorme la carga sobre mis espaldas y hasta llegué a desear que Dios no me hubiera escuchado y me hubiera dejado morir en aquel mar de sangre. No puedo describir el dolor de ver cómo acaba todo lo que conoces una y otra vez; el horror de no envejecer cuando todos los demás lo hacen; el no poder arraigar en ningún lugar más que unos pocos años porque nadie comprendería el por qué de una juventud siempre igual. Me costó mucho entender que vivir era el auténtico castigo, que ese era el infierno que con mis oraciones había intentado evitar. Dudé muchas veces si fue Dios o el Diablo quién me conservó el aliento y tuve que luchar con todas mis fuerzas para seguir teniendo fe, para no volverme loco, para contener la cólera que me asaltaba de tanto en tanto y para no cometer el pecado de quitarme la vida, que hasta eso quise hacer en mi desesperación .
Y un día llegué hasta las puertas de este convento y algo en mi interior me dijo que era aquí donde debía detener mis pasos y buscar un poco de paz; solicité el amparo y los frailes me acogieron, sin preguntas, como si ya supieran todo de mi alma atormentada. Llevo aquí unos pocos años y ahora sé que mi tiempo acaba. Estoy envejeciendo muy aprisa y mis fuerzas ya no bastan a sostenerme. Dejo este pliego en manos de fray Ginés, que me asiste en estos últimos días de vida en la tierra y cuando me haya confesado y dado los últimos Sacramentos, que su voluntad disponga de él como mejor convenga. A mí solo me queda entregarme en brazos de la Providencia y dejar mi alma al cuidado de Su infinita misericordia.
Ahora y en la hora de mi muerte. Amén.
Rávena, octubre de 1749

20 noviembre 2005

Encuentro

Casualidades o premoniciones, que sé yo...
Había estado pensando en ti desde el lunes y ayer nos encontramos y me dijiste lo mismo; que habías estado pensando en mi.
Después de eso ya no sabíamos que decirnos.
-¿Y cómo estás?
-Como siempre. ¿Y tú?
-Pues lo mismo, ya ves, no es fácil que las cosas cambien.
-Es verdad, no es fácil...
-Pero han cambiado; y mucho.
-Lo que salta a la vista es que se te ha puesto el pelo casi blanco. Ahora tus canas son negras.
Te reíste.
-Siempre igual; sacándole el chiste a todo.
-No; a todo no sé sacarle el chiste. Ni antes ni ahora.
-¿Y a que te dedicas?
-A lo mismo de siempre; rutinaria que es una.
Una sonrisa y tiraste el cigarro, aplastándolo minuciosamente.
-¿Ya tienes a alguien en mi sitio?
-No. Tu sitio no lo ocupa nadie. Está igual de vacío que cuando tú lo ocupabas. Solo que entonces no podía utilizarlo y ahora sí.
-¡Mira que eres..!
-¿Borde? ¿Esa es tu palabra clave aún?
Ya no respondiste más que con la despedida.
Al menos esta vez, sí te despediste.

09 noviembre 2005

Ultra-breves

Discusión.
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“¿Es absolutamente imprescindible que hagas siempre lo mismo que yo?” dijo el hombre, enfadadísimo.
“¿Es absolutamente imprescindible que hagas siempre lo mismo que yo?” contestó su clon, enfadadísimo también.
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Joyas
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Le dijeron tantas veces que sus dientes eran perlas, que se los arrancó para hacerse un collar.
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¡Silencio!
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Fue tan repentino, que llegó con la boca llena de palabras. Y la Muerte le dijo: “¡No me cuentes tu vida..!”

04 noviembre 2005

Argia

Variación sobre un tema de Italo Calvino. De su libro "Las Ciudades Invisibles"
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Lo que hace a Argia diferente de las otras ciudades es que en vez de aire tiene palabras.
Las palabras cubren completamente las calles, las habitaciones están repletas de letras de todo tipo y tamaño , sobre las escaleras se posa un infinito número de signos de admiración alternados; encima de los tejados los interrogantes se entretejen para no dejar pasar el agua.
Si los habitantes pueden andar por la ciudad, sin pisar alguna palabra que les agrade o les emocione, no lo sabemos.
Pero estamos seguros de que eso les resulta muy difícil; les conviene quedarse quietos y tendidos, hasta que las palabras que no quieren pisar se alejen de ellos.
Hay quien dice que de noche, las palabras juegan entre ellas a componer poemas, y no queda sino creerlo. Los lugares están silenciosos. De noche, pegando el oído al suelo, se puede escuchar la cadencia de los versos.