25 diciembre 2006

¡Felices Fiestas...!

En el último minuto, pero no por eso en último lugar de mi recuerdo.
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Aquí os dejo mi felicitación navideña y unas pocas palabras de agradecimiento.
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29 noviembre 2006

¡Qué suerte..!

Todo estaba preparado. Las ventanas cerradas, las cortinas corridas y la pequeña estufa de gas apretada contra la butaca. Empezaba a notarse un ligero olor a quemado; casi nada todavía. Había tenido que reunir muchas fuerzas, pero una vez tomada la determinación, no iba a retroceder. No sabía de que otra manera podía librarse de tanta angustia.
Por enésima vez en la última semana se dijo que ya valía; de todo. Ya valía de aguantar borracheras, de noches en vela sin saber donde estaba, de pasar apuros porque él nunca tenía bastante para gastar en su vicio favorito. Estaba harta.
No es que fuera malo; no la pegaba ni la insultaba, al contrario. Llegaba a casa con aquel pestazo a bar de mala muerte, con un aliento podrido de alcohol y la abrazaba y le decía que la quería mucho y que lo sentía; que nunca más volvería a pasar. Algunas veces le traía una rosa, comprada en cualquier discoteca al principio de la noche, marchita y sucia, y se arrodillaba ante ella, suplicando, "dame un beso, por favor; te juro que nunca, nunca más" Y lloraba; y las lágrimas le corrían por la cara y los mocos le resbalaban hasta la boca y seguía intentando besarla.
Y ella se moría de asco y de desesperación.
No más. Ahora, él dormía tirado en el sofá; ni una bomba podría despertarle; de eso podía estar segura. También sabía que los vecinos, siempre vigilantes, le habrían oído llegar cantando y dando traspies por los escalones de entrada al edificio, ya de madrugada. ¡Cuántas veces había sentido la vergüenza de sus miradas de lástima o de reprobación! Como si ella fuera la culpable de las borracheras de su marido.
Parecería casual; habría tropezado; quizás había empujado la estufa hacia la butaca y el relleno de espuma, ardiendo lentamente desprende gases tóxicos. Todo el mundo sabe eso; que el humo mata si no te despiertan a tiempo.
Y ella no iba a estar allí para despertarle. Ni ella ni nadie en varios pisos. A esa hora solo quedaba en el bloque, Antonia, la anciana del segundo, que no prestaba atención a nada que no fueran sus gatos.
Bien. Hora de marcharse. Ni lo miró. No quería arrepentirse.
Ella estaría en su puesto de trabajo esperando una llamada liberadora.
Y la llamada llegó dos horas después.
-¡Un milagro..! -le gritaba una voz alterada en el auricular. -¡Es un milagro...! El gato gris de la Sra. Antonia se ha caido sobre el tendedero del primer piso y ella ha llamado a los bomberos que se han dado cuenta de que olía a humo. Han tirado abajo la puerta de tu piso y dicen que por poco se muere tu marido asfixiado. Lo han llevado a la Cruz Roja, pero no te preocupes que está fuera de peligro. ¡Qué suerte has tenido, hija...!
-Sí.., ¡qué suerte...!

26 noviembre 2006

El dolor de Garfio

Quiero contarte esto, Wendy, porque sé que tú crees que soy un ser odioso y que mi corazón no alimenta ningún buen sentimiento. Y quizás ahora sea cierto, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que...
¿Tienes mucha prisa? Pues te lo contaré desde el principio, Wendy.
Fué un verano de tormentas. Después de catorce días y trece noches terribles navegando sin descanso, llegamos al estrecho del Bósforo. Cuando la travesía ha sido dura y esta lo fue, siempre se reciben con alborozo las luces de un puerto amigo. Pero aquella noche.., aquella noche fue algo más que alegría lo que llenó nuestros corazones. Todos sentimos que algo especial estaba a punto de suceder. Había una explosión de magia en la oscuridad.
A babor y a estribor del buque cientos, miles, millones de diminutas luces nos rodeaban. Unas tenían forma de estrellas, otras de lunas relucientes; unas eran blancas, otras azules, otras amarillas. Luces a ras de agua trazando un reflejo infinito hasta la misma línea de flotación. Era una visión maravillosa, Wendy, maravillosa. Te lo digo yo que he visto muchas cosas y ninguna como aquella.
En un punto abrigado del puerto dejamos nuestro barco. Smith y yo bajamos a tierra y nos mezclamos con la multitud. Era extraño pero había mucha gente a pesar de la noche. Encantadores de serpientes, osos equilibristas, loros que no repetían tus palabras sino que las contestaban, alfombras que flotaban al pisarlas, echadoras de cartas, magos que leían el futuro en el iris de los ojos y bailarinas de la India que hacían sonar, alegres, los cascabeles de sus tobillos. Hombres y mujeres de todas las razas vendían y compraban sedas transparentes, perlas de redondez perfecta, perfumes que embriagaban como el licor más fuerte, abanicos de nácar y bolsas de pimienta. El aire olía a jazmín, a naranjas, a canela...
Ya sé que no me crees, pero todo es cierto, Wendy. Todo.
Tras un puesto de flores un vendedor tronaba; "¡Hay claveles de España, rosas de Alejandría, tulipanes de Holanda..!" Yo no vi las flores. Miraba hipnotizado a la joven que lo acompañaba. Ella era.., ¿cómo explicarte..? Su piel era dorada como miel derretida y sus ojos.., no sé Wendy, no sé de que color eran sus ojos, pero sin duda eran del color de la vida. Sé que al mirarme me traspasó el alma y que decía “sí” a la pregunta que yo le formulaba sin palabras.
Un cofre rebosante de oro nos costó llevarnos todas las flores y, mientras el vendedor contaba su dinero, esos ojos también.
En el barco nunca hubo tanta alegría. Yo no recuerdo noches más largas y en el mar todas lo son, que aquellas noches que pasé junto a ella. Y los amaneceres; el sol mecía el agua que reía y cantaba, tan feliz como yo. Alfombré el camarote con pieles raras y preciosas, compré para mi amor terciopelos, tules, collares de esmeraldas...
Y ni siquiera contesté a las burlas de otros piratas cuando pasamos por la Gran Tortuga y me llevé todas las existencias de chales recamados y babuchas bordadas que pude encontrar en la isla. ¡Eramos tan felices! ¡Ella era tan dulce..!
Pero una noche aciaga, no sé como y ni pensarlo puedo, todo lo perdí. No fueron los piratas holandeses, enemigos perpetuos, ni los españoles; no. A ellos les hubiera derrotado. Siempre he sabido que fueron los mismos dioses, rastreros, insaciables envidiosos, los que aquella noche me tendieron la peor emboscada.
No buscaron el oro ni las piedras preciosas ni las sedas de Oriente. Buscaron, encontraron y me robaron mi sueño. Mi único amor, mi única felicidad.
No sabes cuanto lloré, Wendy. Nunca podrás imaginarlo. Han pasado muchos años y nada hay en el mundo que calme el dolor que me consume.
Solo me queda una esperanza; ¿ves aquí, en mi hombro, este pequeño corazón? Ella lleva otro igual. Fue un tatuador en Egipto quien lo diseñó para nosotros. No hay ningún otro que se le asemeje. Desde que me la robaron, pido a las jóvenes que encuentro que, por favor, miren en su hombro izquierdo, por si estuviera allí mi amor perdido.
Ya sé que es casi imposible, pero.., ¿quisieras Wendy, por si acaso los dioses pretenden confundirme? ¿Quieres mirar tu hombro, por favor? Esperaré en cubierta.
Gracias, Wendy.

02 noviembre 2006

Cuento para F. El final

Nuestros viajeros, ansiosos por conocer, caminaron arriba y abajo por todo el país y se extasiaron ante las puestas de sol, la intensidad del azul del cielo, las altas cumbres nevadas, los profundos y verdes valles, la belleza de sus edificios y monumentos y otras cosas maravillosas que también tenían en los países donde habían nacido pero que, como no tenían que correr aventuras para verlas, no les hacían la misma ilusión.
Los días pasaron y pasaron. Las hojas del calendario se caían a montones y ninguno se daba cuenta. Hasta que una mañana de lunes, que es cuando pasan todas las cosas desagradables, se dispusieron a dar su habitual paseo y cual no sería su sorpresa al comprobar que estaban fuera del país que no tenía nombre.
Se dieron cuenta enseguida porque en todas las calles había placas que decían "Calle del Señor Fulano de Tal" y había números en las puertas de las casas y papeleras y paradas de autobús y, lo peor de todo; estaba lleno de señales que indicaban por donde se iba a todas partes sin lugar a dudas. Y la gente andaba tan aprisa que pisaban o empujaban a las demás personas y nunca pedían perdón ni sonreían.
Todo el grupo se puso muy triste. A las señoras se les escaparon unas lágrimas y los señores se sonaban ruidosamente; señal inequívoca de que estaban emocionados.
Se quedaron un buen rato mirándose unos a otros sin saber que hacer, desconcertados por la brusquedad del cambio, hasta que uno de ellos cogió un papel y un lápiz y se puso a escribir su número de teléfono y se lo fue dando a los compañeros. Inmediatamente todos le imitaron y durante unas cuantas horas, se pasaron direcciones, se dieron besos y abrazos y se prometieron visitas para enseñarse las fotos que habían tomado en el país que no tenía nombre.
Por fin, algunos empezaron a andar en dirección a su vida de siempre; tomaron un taxi o el autobús y otros llamaron a la oficina o a sus familiares para que vinieran a recogerles.
Casi todos perdieron el número de teléfono de sus compañeros de viaje y las fotografías amarillearon olvidadas en los cajones.
Pero mientras a unos se les agotaba el recuerdo, otro grupo de esforzados viajeros, estaba ya perdido en alguna parte; tranquilamente sentado, merendando junto a sus compañeros de viaje, camino del País Que No Tiene Nombre.
Fin

31 octubre 2006

Cuento para F. Segunda parte.

La luz del sol se filtraba por las cristaleras e iba a parar a la superficie del agua de unos pequeños estanques, repartidos estratégicamente por los jardines y formaba un arco iris tras otro. Y no acababa aquí, sino que podías andar por esos caminos de color y todos decían que era como pasear por el Arco Iris de verdad. Y hubo más de una discusión porque algunos se empeñaban en pasear por colores que ya estaban ocupados por otras personas y no querían ceder su rojo o su añil a nadie. Así y todo, nunca hubo que lamentar más que algún pequeño chichón en las cabezas o un ligero arañazo en los brazos de los más peleones.
Cuando todo el mundo hubo paseado lo suficiente como para gastar un buen par de zapatos, apareció el Gran Mayordomo de la Casa Real con la noticia. Estaban invitados a comer en Palacio con la Familia Real al completo. Esto causó un gran revuelo; las señoras decían que no tenían nada que ponerse y rebuscaban en las mochilas algo adecuado para la ocasión y los señores se limpiaban los zapatos, frotándolos en los bajos de los pantalones, se abotonaban hasta el cuello las camisas e intentaban que sus esposas les hicieran un nudo impecable en la corbata.
Al fin, la comitiva estuvo dispuesta y, siguiendo las instrucciones del Gran Mayordomo, fueron desfilando ante los Reyes, los Príncipes y todos los parientes de Sus Majestades que, por nada del mundo se hubieran perdido una comida gratis.
Acabada la imprescindible ceremonia, pasaron al comedor donde, bajo las enormes arañas de cristal, se había dispuesto una mesa larguísima. Sobre el mantel, blanco de nieve, la mejor vajilla, la cristalería más fina y los cubiertos de oro de la Reina, que se había ordenado atar cuidadosamente a unas gomas flexibles sujetas por un gancho bajo la mesa, porque en el último banquete oficial se habían perdido casi la mitad en los bolsillos de los invitados.
Todos disfrutaron de la excelente comida y de la mejor conversación y cortesía de la familia real, que se desvivió por sus invitados. Se brindó muchas veces por la salud y larga vida de los monarcas y sus hijos y también por los intrépidos viajeros y sus países de origen.
Después de los postres y con la última copa de vino en la mano, los viajeros rompieron a cantar el "Asturias, patria queriiiiiidaaaaaa...." y al rey le gustó tanto, que quiso quedarse la música para instaurarla como Himno Nacional, pero por ahí no pasaron los dos asturianos que había entre los viajeros y faltó poco para que la fiesta acabara mal.
Por suerte no fue así, y con los estómagos satisfechos y las caras como tomates por los brindis y los esfuerzos cantores, los viajeros se despidieron de Sus Majestades y se fueron a ver un poco más del país que no tenía nombre aún, porque nadie se había acordado de preguntar tal cosa.
Continuará...

Cuento para F. Primera parte.

Erase una vez, un país muy, pero que muy lejano; tan lejano que ni siquiera estaba en la Tierra Conocida.
Para ver un simple indicador que señalara la dirección, había que andar muchísimo. Las personas que querían encontrarlo, tenían que pertrecharse con toda clase de cosas porque el viaje solía durar tanto que cuando llegaban, algunas ya eran viejecitas. Así que, por si acaso, se compraban bastones con empuñaduras de plata, que duran más, y zapatillas de fieltro forradas de piel de cordero (todo el mundo sabe que los abuelitos siempre tienen frío en los pies) y las señoras nunca descuidaban sus rulos y sus secadores de pelo por si no encontraban peluquerías en el camino. Y todos, todos, dejaban hecho el testamento, que "más vale prevenir" decían.
La principal atracción del lugar a que nos referimos, era que no tenía nombre. Los indicadores solo decían "Por aquí se va..." o bien "Siga, siga que ya falta menos..."
Esto, en lugar de aclarar las cosas, confundía más. Algunas veces iban a parar a algún McDonald´s, cosa que molestaba a los viajeros ya que engordaban solo con olerlo y luego les dolían las articulaciones cuando se ponían en camino otra vez.
Pero nada arredraba a quienes ya habían demostrado tanto valor al emprender la aventura del viaje y, cuando se equivocaban muchísimo y solo llegaban a un bosquecillo o a una insignificante cabaña, se lo tomaban muy bien y se sentaban tranquilamente a merendar pan con aceite y chocolate y, al acabar el refrigerio, se enseñaban unos a otros las fotografías de sus hijos o de sus nietos y las señoras aprovechaban para poner verdes a sus nueras, mientras los señores ponían verdes a los entrenadores de sus equipos de fútbol favoritos.
Se lo pasaban tan bien que, algunas veces, se perdían a propósito.
A trancas y barrancas, algunos de estos animosos viajeros, conseguían llegar a la capital del país que no tenía nombre. Ya desde muy lejos se veían brillar las cúpulas de sus magníficos palacios que estaban revestidas con mosaicos de colores luminosos. Las malas lenguas comentaban que el arquitecto había imitado a un tal Gaudí, pero como casi nadie sabia quien era ese señor, no hacían caso y se quedaban encantados viendo las relucientes torrecillas y los preciosos ventanales de vidrios de colores.
Continuará...

10 abril 2006

Cosas que hacer

Hablar con alguien
para romper
esta hora del día.

Acercarme a la puerta
por si llega.

No contestar, si llama.

Pasearme el pasillo
varias veces
sin que se note
que estoy nerviosa.

Hacer algo con esta cabeza
que no para de doler.

Emigrar con los pájaros,
lo más lejos posible.

Buscar en el armario
un pañuelo;
de los de llorar.

Mejor dos, por si tarda.

Comprobar que funciona
el teléfono.

Sí; funciona.

No descolgar, si llama.

Hacer balance
y ver lo que me queda.

¡Urgente!
Tomar dos aspirinas.

No llorar más
a partir de las nueve.

Salir a la calle
antes de que me aplasten
las paredes.

Mañana, sin falta;
salvar el resto de mi vida.

09 febrero 2006

Agua y cenizas

De niña, venía aquí cuando quería esconderme. Sigue siendo un lugar solitario y eso me gusta. Cuando baja la marea puedes pasar mucho tiempo rebuscando pequeños tesoros que el mar ha dejado ahí para nosotros. Guardo, guardaba, muchos de ellos. Diminutas estrellas de mar, caparazones de erizo, conchas nacaradas y trozos de caracoles pulidos y repulidos a base de años de roce con la arena. A veces me parecía que algunos de esos hallazgos tenían un significado especial; los apretaba en mi mano y cerraba los ojos intentando comunicarme con ellos; quería que me hablaran; que me contaran los secretos de su vida, que me dijeran desde cuando estaban muertos y si les dolía haber dejado de vivir.
Ahora tengo unas pocas respuestas y sé que a muchos les dolió; que otros habitantes del mar horadaron sus caparazones y se los comieron vivos y que antes de eso, ellos se habían comido a otros porque así es la vida en todas partes. Y también sé que una vez has muerto, nada te duele ni te atañe.
Esta mañana he hecho mi último viaje a esta playa. Me han traido en el coche desde la capital, dando tumbos en el maletero; la carretera sigue estando llena de baches pero me gusta; eso mantendrá la calma en este rincón de la costa y los cangrejos podrán seguir trepando por las rocas en paz.
Mi hijo me ha sacado del maletero y conmigo en brazos, se ha adentrado en el mar, bordeando el acantilado, allí donde las olas baten con más fuerza y ha destapado la urna; ha esperado hasta ver venir una gran ola y justo al llegar el agua a la rompiente, ha volcado en ella mis cenizas.
El mar se me ha llevado. No sé si volveré a esta playa convertida en parte de algún caparazón, dentro de mucho tiempo o si entroncaré con los millones de pólipos muertos en la base de un coral o cuanto viajaré por las bocas de los peces, mezclada con el agua.
Aún no tengo todas las respuestas.

24 enero 2006

Trampas de cobardes

Se sentaron a la pequeña mesa detrás de las vidrieras. Apetecía tomar un café caliente; la mañana había resultado demasiado fría para un paseo tan largo. Les costó encontrar un ángulo en que no estuviesen frente a frente. Después de la discusión de la noche anterior no les apetecía mirarse a los ojos.
-¿Qué vas a tomar? – preguntó él cuando se acercó la camarera.
-Un café. Con dos sobres de azúcar, por favor.
-Dos cafés entonces, gracias.
Cuando la chica se alejó, Luis dijo:
-No sé como puedes beber el café tan dulce; sólo sabe a azúcar.
-El azúcar me vendrá bien; necesito energía.
-¿Energía? ¿Tan cansado es salir un rato con tu marido?
María no contestó. Fijó la mirada en lo que pasaba más allá de los cristales. Desde allí se veía el mar; un rectángulo de agua entre dos edificios altos y un mirador enrejado que ocultaba la playa. La gente paseaba bien abrigada; guantes de lana, bufandas alrededor del cuello; una mujer llevaba una estola de piel demasiado elegante para un paseo matinal. Prefería fijar su atención en todo eso que no le importaba. No quería pensar en cómo decir a su marido lo que quería decirle.
La voz de Luis le llegó impaciente.
-Tómate el café; se va a enfriar.
-Sí, gracias. No me había dado cuenta.
-Últimamente, no te das cuenta de nada. Estás en la luna a todas horas. ¿Se puede saber que te pasa?
María, levantó las cejas e hizo un ligero gesto con la mano. Abrió la boca como para contestar pero volvió a cerrarla y no dijo nada. Bebió un sorbo de café. Luis la miró enojado y cuando vio que no tendría respuesta, abrió el periódico por la sección de deportes, cruzó las piernas y se concentró en la lectura.
De pronto, María preguntó en voz baja -¿Y tú, dónde estás?
-¿Qué? ¿Que dónde estoy? ¿Qué quieres decir?
-Digo que donde estás. Ya sé que ahora estás aquí, delante de mi tomando un café, pero te pregunto algo distinto. ¿Dónde estás, realmente, todos los días y todas las noches? ¿Dónde estás cuando llegas a casa? Y creo que deberías decirme donde pasas el resto del tiempo.
Luis dejó el periódico, movió la silla para quedar frente a ella, adelantó el torso y puso su cara a un palmo de la de su esposa.
-¿Qué coño te pasa a ti? Te pones insoportable ¿lo sabes? ¿Esto es más de lo mismo que ayer noche? Venga, a ver ¿qué me dices? ¿Qué te engaño otra vez? ¿Qué Carmen vuelve a estar por medio ¿Es eso? Sí, claro; porque tú nunca olvidas.
A María le vinieron a la cabeza un millón de pensamientos. Recordó la rabia cuando se enteró de aquella infidelidad; se sintió humillada, despreciada, y recordó otros muchos momentos en los que su matrimonio había entrado en crisis. Ella había querido conservar su hogar, tener hijos, contar en la vida de Luis y por eso cerraba los ojos tantas veces a la evidencia. Ahora ya no estaba segura de que valiera la pena luchar por conservar todo eso. Y obraba en consecuencia.
-Solo digo que te miro y ya no sé quien eres –continuó -. Nunca me hablas y tampoco me escuchas. Si quiero decirte algo te encierras en el despacho. Hay que estar en público para que te dignes contestarme. Yo solo quiero que reencontremos algo de lo que teníamos cuando nos casamos; quiero saber si podemos recuperar nuestra vida; quisiera que cuando entras en casa lo primero que hicieras no fuera encender la televisión o esconderte detrás del periódico. Me gustaría que me escucharas cuando quiero decir algo; quisiera que me contestaras con algo más que “sí, no, veremos” o “calla, que quiero oír las noticias” Apenas dices otra cosa ¿no te das cuenta?
-Vale, muy bien ¿y qué? ¿Tienes tú algo mejor de que hablar?
-Lo tenía; mejor dicho, lo teníamos. Antes había muchas cosas sobre las que conversar, mucho que compartir. Y me escuchabas.
-Antes era antes, y ahora es ahora – respondió Luis, encogiéndose de hombros.
-Ya. Ahora llevamos siete años casados. Tiempo suficiente para haber agotado las ganas de conversación.
Luis, echó el cuerpo hacia atrás en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho. Esbozó una sonrisa displicente.
-Será que es muy importante que te escuche mientas me cuentas lo difícil que es fregar los platos.
Por un momento Luis creyó que su mujer iba a contestarle y no quiso esperar. Volvió a acercar su rostro al de su mujer. Las palabras sonaron como insultos.
-¿Y si yo no quiero hacer otra cosa? ¿Si no quiero cambiar?
Ella le miró a los ojos y contestó con firmeza:
–Me iré. Y ahora mismo. No puedo vivir así.
Luis le sostuvo la mirada un momento y luego se acomodó mejor en la silla, cogió el periódico y volvió a la página de deportes.
María se puso en pie; se abotonó el abrigo, tomó el bolso y salió de la cafetería. En el bolsillo esperaba el billete de tren para Lisboa. Ya vería si Andrés resultaba ser mejor compañía que la que dejaba atrás. Pensó que había sabido llevar a Luis a su terreno fácilmente; era de suponer que él no aceptaría nada de lo que ella le pidiera. Llamaría a casa y que Juanita le bajara las maletas a la portería. Tenía el tiempo justo para llegar a la estación.
Luis, en la cafetería, sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Cuando obtuvo respuesta, dijo:
–Carmen: está hecho y ha sido muy fácil. No, no se ha puesto histérica; ya te contaré. ¿Cenamos en el “Bristol” esta noche?