29 noviembre 2006

¡Qué suerte..!

Todo estaba preparado. Las ventanas cerradas, las cortinas corridas y la pequeña estufa de gas apretada contra la butaca. Empezaba a notarse un ligero olor a quemado; casi nada todavía. Había tenido que reunir muchas fuerzas, pero una vez tomada la determinación, no iba a retroceder. No sabía de que otra manera podía librarse de tanta angustia.
Por enésima vez en la última semana se dijo que ya valía; de todo. Ya valía de aguantar borracheras, de noches en vela sin saber donde estaba, de pasar apuros porque él nunca tenía bastante para gastar en su vicio favorito. Estaba harta.
No es que fuera malo; no la pegaba ni la insultaba, al contrario. Llegaba a casa con aquel pestazo a bar de mala muerte, con un aliento podrido de alcohol y la abrazaba y le decía que la quería mucho y que lo sentía; que nunca más volvería a pasar. Algunas veces le traía una rosa, comprada en cualquier discoteca al principio de la noche, marchita y sucia, y se arrodillaba ante ella, suplicando, "dame un beso, por favor; te juro que nunca, nunca más" Y lloraba; y las lágrimas le corrían por la cara y los mocos le resbalaban hasta la boca y seguía intentando besarla.
Y ella se moría de asco y de desesperación.
No más. Ahora, él dormía tirado en el sofá; ni una bomba podría despertarle; de eso podía estar segura. También sabía que los vecinos, siempre vigilantes, le habrían oído llegar cantando y dando traspies por los escalones de entrada al edificio, ya de madrugada. ¡Cuántas veces había sentido la vergüenza de sus miradas de lástima o de reprobación! Como si ella fuera la culpable de las borracheras de su marido.
Parecería casual; habría tropezado; quizás había empujado la estufa hacia la butaca y el relleno de espuma, ardiendo lentamente desprende gases tóxicos. Todo el mundo sabe eso; que el humo mata si no te despiertan a tiempo.
Y ella no iba a estar allí para despertarle. Ni ella ni nadie en varios pisos. A esa hora solo quedaba en el bloque, Antonia, la anciana del segundo, que no prestaba atención a nada que no fueran sus gatos.
Bien. Hora de marcharse. Ni lo miró. No quería arrepentirse.
Ella estaría en su puesto de trabajo esperando una llamada liberadora.
Y la llamada llegó dos horas después.
-¡Un milagro..! -le gritaba una voz alterada en el auricular. -¡Es un milagro...! El gato gris de la Sra. Antonia se ha caido sobre el tendedero del primer piso y ella ha llamado a los bomberos que se han dado cuenta de que olía a humo. Han tirado abajo la puerta de tu piso y dicen que por poco se muere tu marido asfixiado. Lo han llevado a la Cruz Roja, pero no te preocupes que está fuera de peligro. ¡Qué suerte has tenido, hija...!
-Sí.., ¡qué suerte...!

26 noviembre 2006

El dolor de Garfio

Quiero contarte esto, Wendy, porque sé que tú crees que soy un ser odioso y que mi corazón no alimenta ningún buen sentimiento. Y quizás ahora sea cierto, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que...
¿Tienes mucha prisa? Pues te lo contaré desde el principio, Wendy.
Fué un verano de tormentas. Después de catorce días y trece noches terribles navegando sin descanso, llegamos al estrecho del Bósforo. Cuando la travesía ha sido dura y esta lo fue, siempre se reciben con alborozo las luces de un puerto amigo. Pero aquella noche.., aquella noche fue algo más que alegría lo que llenó nuestros corazones. Todos sentimos que algo especial estaba a punto de suceder. Había una explosión de magia en la oscuridad.
A babor y a estribor del buque cientos, miles, millones de diminutas luces nos rodeaban. Unas tenían forma de estrellas, otras de lunas relucientes; unas eran blancas, otras azules, otras amarillas. Luces a ras de agua trazando un reflejo infinito hasta la misma línea de flotación. Era una visión maravillosa, Wendy, maravillosa. Te lo digo yo que he visto muchas cosas y ninguna como aquella.
En un punto abrigado del puerto dejamos nuestro barco. Smith y yo bajamos a tierra y nos mezclamos con la multitud. Era extraño pero había mucha gente a pesar de la noche. Encantadores de serpientes, osos equilibristas, loros que no repetían tus palabras sino que las contestaban, alfombras que flotaban al pisarlas, echadoras de cartas, magos que leían el futuro en el iris de los ojos y bailarinas de la India que hacían sonar, alegres, los cascabeles de sus tobillos. Hombres y mujeres de todas las razas vendían y compraban sedas transparentes, perlas de redondez perfecta, perfumes que embriagaban como el licor más fuerte, abanicos de nácar y bolsas de pimienta. El aire olía a jazmín, a naranjas, a canela...
Ya sé que no me crees, pero todo es cierto, Wendy. Todo.
Tras un puesto de flores un vendedor tronaba; "¡Hay claveles de España, rosas de Alejandría, tulipanes de Holanda..!" Yo no vi las flores. Miraba hipnotizado a la joven que lo acompañaba. Ella era.., ¿cómo explicarte..? Su piel era dorada como miel derretida y sus ojos.., no sé Wendy, no sé de que color eran sus ojos, pero sin duda eran del color de la vida. Sé que al mirarme me traspasó el alma y que decía “sí” a la pregunta que yo le formulaba sin palabras.
Un cofre rebosante de oro nos costó llevarnos todas las flores y, mientras el vendedor contaba su dinero, esos ojos también.
En el barco nunca hubo tanta alegría. Yo no recuerdo noches más largas y en el mar todas lo son, que aquellas noches que pasé junto a ella. Y los amaneceres; el sol mecía el agua que reía y cantaba, tan feliz como yo. Alfombré el camarote con pieles raras y preciosas, compré para mi amor terciopelos, tules, collares de esmeraldas...
Y ni siquiera contesté a las burlas de otros piratas cuando pasamos por la Gran Tortuga y me llevé todas las existencias de chales recamados y babuchas bordadas que pude encontrar en la isla. ¡Eramos tan felices! ¡Ella era tan dulce..!
Pero una noche aciaga, no sé como y ni pensarlo puedo, todo lo perdí. No fueron los piratas holandeses, enemigos perpetuos, ni los españoles; no. A ellos les hubiera derrotado. Siempre he sabido que fueron los mismos dioses, rastreros, insaciables envidiosos, los que aquella noche me tendieron la peor emboscada.
No buscaron el oro ni las piedras preciosas ni las sedas de Oriente. Buscaron, encontraron y me robaron mi sueño. Mi único amor, mi única felicidad.
No sabes cuanto lloré, Wendy. Nunca podrás imaginarlo. Han pasado muchos años y nada hay en el mundo que calme el dolor que me consume.
Solo me queda una esperanza; ¿ves aquí, en mi hombro, este pequeño corazón? Ella lleva otro igual. Fue un tatuador en Egipto quien lo diseñó para nosotros. No hay ningún otro que se le asemeje. Desde que me la robaron, pido a las jóvenes que encuentro que, por favor, miren en su hombro izquierdo, por si estuviera allí mi amor perdido.
Ya sé que es casi imposible, pero.., ¿quisieras Wendy, por si acaso los dioses pretenden confundirme? ¿Quieres mirar tu hombro, por favor? Esperaré en cubierta.
Gracias, Wendy.

02 noviembre 2006

Cuento para F. El final

Nuestros viajeros, ansiosos por conocer, caminaron arriba y abajo por todo el país y se extasiaron ante las puestas de sol, la intensidad del azul del cielo, las altas cumbres nevadas, los profundos y verdes valles, la belleza de sus edificios y monumentos y otras cosas maravillosas que también tenían en los países donde habían nacido pero que, como no tenían que correr aventuras para verlas, no les hacían la misma ilusión.
Los días pasaron y pasaron. Las hojas del calendario se caían a montones y ninguno se daba cuenta. Hasta que una mañana de lunes, que es cuando pasan todas las cosas desagradables, se dispusieron a dar su habitual paseo y cual no sería su sorpresa al comprobar que estaban fuera del país que no tenía nombre.
Se dieron cuenta enseguida porque en todas las calles había placas que decían "Calle del Señor Fulano de Tal" y había números en las puertas de las casas y papeleras y paradas de autobús y, lo peor de todo; estaba lleno de señales que indicaban por donde se iba a todas partes sin lugar a dudas. Y la gente andaba tan aprisa que pisaban o empujaban a las demás personas y nunca pedían perdón ni sonreían.
Todo el grupo se puso muy triste. A las señoras se les escaparon unas lágrimas y los señores se sonaban ruidosamente; señal inequívoca de que estaban emocionados.
Se quedaron un buen rato mirándose unos a otros sin saber que hacer, desconcertados por la brusquedad del cambio, hasta que uno de ellos cogió un papel y un lápiz y se puso a escribir su número de teléfono y se lo fue dando a los compañeros. Inmediatamente todos le imitaron y durante unas cuantas horas, se pasaron direcciones, se dieron besos y abrazos y se prometieron visitas para enseñarse las fotos que habían tomado en el país que no tenía nombre.
Por fin, algunos empezaron a andar en dirección a su vida de siempre; tomaron un taxi o el autobús y otros llamaron a la oficina o a sus familiares para que vinieran a recogerles.
Casi todos perdieron el número de teléfono de sus compañeros de viaje y las fotografías amarillearon olvidadas en los cajones.
Pero mientras a unos se les agotaba el recuerdo, otro grupo de esforzados viajeros, estaba ya perdido en alguna parte; tranquilamente sentado, merendando junto a sus compañeros de viaje, camino del País Que No Tiene Nombre.
Fin