Pasa su tiempo detrás de unos cristales sucios que apenas dejan ver un callejón estrecho y unas casas ruinosas. Las palomas invaden los balcones vacíos y los huecos que dejan las piedras que caen de las paredes; de noche, son las ratas las dueñas del espacio. Y los gatos famélicos y algún borracho que canta o gime hasta caer dormido en algún recoveco entre las ruinas.
María no ve nada de eso. Lo que ella ve son balcones floridos y ventanas con cortinas de encaje, como las que ella tiene. Conoce a sus vecinos y sabe que tras esas ventanas vive gente de misa los domingos y algunos de comunión diaria. Sabe que son buenas personas, como ella; que los hombres tienen ocupaciones importantes y que las mujeres paren a sus hijos sin gritos ni aspavientos, aferrando la cama, mordiéndose los labios. Como ella.
Ellos pasan un rato en el Casino cada tarde; ellas se quedan dirigiendo la casa y después de las cuatro, llegará alguna amiga y sentadas detrás de las cortinas, verán pasar la gente por la calle mientras bordan el ajuar de las hijas o murmuran un poco acerca de aquella muchacha que..., y se lamentan, ¡pobre madre, quién se lo iba a decir..!
María ve todo eso cuando mira la calle y escucha los ruidos familiares, los de entonces, cuando ella recibía también a sus amigas y bordaba el ajuar para su hija. Es lo que hace ahora. Sentada detrás de los cristales mantiene en el regazo un gastado trozo de tela, sus manos enhebran una aguja invisible y borda. De vez en cuando deshace algo que no quedó perfecto, y se pregunta si quedará bien el color que ha elegido para esos tulipanes que hace a punto de sombra.
A veces canta y algunas otras llora, pero si alguien le cierra la ventana, se arrodilla, se encoge, palidece, los ojos se extravian y muerde su bordado esperando los golpes. Porque también recuerda que era así como él la pegaba; cerradas las ventanas y las puertas por si a ella se le escapaba un grito. En la cara no, que eso se vería; en la espalda, en el vientre; ahí sí, que las mujeres decentes no van enseñando esas partes del cuerpo y tampoco nadie les cuenta los cabellos. Y María se encoge y se encoge, y a cada golpe, abre la boca para coger aire y quiere imaginarse que ese dolor es otro parto, que pronto habrá pasado y que mañana se abrirán las ventanas y ella podrá volver a sentarse detrás de las cortinas de encaje a bordar. Y vendrá alguna amiga y tomarán un refresco o un chocolate y quizá se hagan alguna confidencia. Aunque ya sabe que todas son felices. Como ella.