20 junio 2005

El viento no me oye

Es inútil gritar. El viento pasa ensimismado en su voz y no me oye. Y ahora necesito respuestas que solo él puede darme. Necesito saber que fue de las canciones, que fue de las palabras que él me cantó y me dijo. Porque yo sé que las palabras se las lleva el viento y ahora el viento debiera devolvérmelas; es que las necesito.
Ya sé que fueron muchas y que algunas pueden haberse deshecho para siempre o pueden haber perdido las vocales y donde dijo "vuelvo", solo queden las uves de vacío y la ele de lejos.
Pero aún así, si el viento me las deja, sabré recomponer cada palabra y el mimo de su voz y los acentos y hasta recordaré la fecha y los lugares.
El viento no me oye, no atiende, no se para. Y debiera, que no son suyas esas consonantes.

15 junio 2005

María

Pasa su tiempo detrás de unos cristales sucios que apenas dejan ver un callejón estrecho y unas casas ruinosas. Las palomas invaden los balcones vacíos y los huecos que dejan las piedras que caen de las paredes; de noche, son las ratas las dueñas del espacio. Y los gatos famélicos y algún borracho que canta o gime hasta caer dormido en algún recoveco entre las ruinas.
María no ve nada de eso. Lo que ella ve son balcones floridos y ventanas con cortinas de encaje, como las que ella tiene. Conoce a sus vecinos y sabe que tras esas ventanas vive gente de misa los domingos y algunos de comunión diaria. Sabe que son buenas personas, como ella; que los hombres tienen ocupaciones importantes y que las mujeres paren a sus hijos sin gritos ni aspavientos, aferrando la cama, mordiéndose los labios. Como ella.
Ellos pasan un rato en el Casino cada tarde; ellas se quedan dirigiendo la casa y después de las cuatro, llegará alguna amiga y sentadas detrás de las cortinas, verán pasar la gente por la calle mientras bordan el ajuar de las hijas o murmuran un poco acerca de aquella muchacha que..., y se lamentan, ¡pobre madre, quién se lo iba a decir..!
María ve todo eso cuando mira la calle y escucha los ruidos familiares, los de entonces, cuando ella recibía también a sus amigas y bordaba el ajuar para su hija. Es lo que hace ahora. Sentada detrás de los cristales mantiene en el regazo un gastado trozo de tela, sus manos enhebran una aguja invisible y borda. De vez en cuando deshace algo que no quedó perfecto, y se pregunta si quedará bien el color que ha elegido para esos tulipanes que hace a punto de sombra.
A veces canta y algunas otras llora, pero si alguien le cierra la ventana, se arrodilla, se encoge, palidece, los ojos se extravian y muerde su bordado esperando los golpes. Porque también recuerda que era así como él la pegaba; cerradas las ventanas y las puertas por si a ella se le escapaba un grito. En la cara no, que eso se vería; en la espalda, en el vientre; ahí sí, que las mujeres decentes no van enseñando esas partes del cuerpo y tampoco nadie les cuenta los cabellos. Y María se encoge y se encoge, y a cada golpe, abre la boca para coger aire y quiere imaginarse que ese dolor es otro parto, que pronto habrá pasado y que mañana se abrirán las ventanas y ella podrá volver a sentarse detrás de las cortinas de encaje a bordar. Y vendrá alguna amiga y tomarán un refresco o un chocolate y quizá se hagan alguna confidencia. Aunque ya sabe que todas son felices. Como ella.

14 junio 2005

Tiempo y distancia

La distancia más corta entre un punto y otro es la línea recta. Es por eso por lo que nunca llego a tiempo a nada; porque doy muchas vueltas.
Solía pedir que se parara el tiempo para poder llegar adonde fuera; necesitaba que alguien atrasara el reloj cinco minutos; cinco minutos sólo y hubiera llegado. Nunca pasaba, claro, y llegaba tarde. Daba vueltas y vueltas; me perdía, me equivocaba, preguntaba el camino...
Inútil todo; llegaba tarde. Y sigo haciéndolo.
La culpa es mía siempre. No sé que hago con el tiempo. Se me vuelve imposible controlarlo, decidir que es urgente o que es importante y cual de las dos cosas va primero.
Por eso digo no cuando debo decir sí. O al revés. Es que no me da tiempo a decidirme; necesito otros cinco minutos y luego, otros cinco más.
Así pasó contigo; que no tuve tiempo, que se me hizo tarde, que no supe medir la distancia justa, que me perdí y no pude encontrarme.

08 junio 2005

Segunda sesión

Está sentada en una silla de color rojo sangre con brazos estrechos e incómodos. Sobre esos brazos apoya los suyos con las palmas hacia abajo. En el dorso de la mano izquierda tiene abierta una vía por la que entra el líquido. Una gota por segundo y tienen que entrar tres litros. Tres litros, tres horas, tres fármacos diferentes.
El primero es para que no vomite ahora; el segundo es suero para hidratarla; el tercero es Cisplatino; el veneno que matará al cáncer.
El oncólogo le ha dicho que, en su estadio, el treinta por ciento de los casos se curan. Le cree, pero ahora solo puede pensar en mañana, cuando empiecen los vómitos, el dolor insufrible, y cualquier olor, aún los que siempre ha considerado agradables, se le clave en el cerebro como una aguja hasta hacerle perder el conocimiento.
Con la primera sesión duró nueve días ese tormento. Luego le dijeron que era lo normal pero que no se lo decían a los pacientes porque era "demasiado penoso".
En medio de su dolor, ella se rió. Le pudieron decir que tenía un cáncer, que de cada cien personas que lo padecían, morían setenta y no pudieron decirle los efectos de la quimioterapia porque "era demasiado penoso". Tiene una cierta gracia.
Esta vez ella ha traído flores a la sala de quimio. Un gran ramo de colores alegres. Las enfermeras lo han colocado de manera que todos puedan verlo. Es el punto de fuga. Un sitio al que mirar para ver más allá de lo que ven ahora. Más lejos de esa gota por segundo que envenena y que quizás los salve.
Dos sillas más allá de la suya, una joven que viene por primera vez, le ha preguntado su nombre, le ha dado las gracias por las flores y un instante después se le ha roto el alma y ha empezado a llorar. Nadie dice nada ni pretende consolarla. Es el llanto de todos y saben que no es el momento del consuelo.
Hay que dejar correr esas lágrimas.