24 enero 2006

Trampas de cobardes

Se sentaron a la pequeña mesa detrás de las vidrieras. Apetecía tomar un café caliente; la mañana había resultado demasiado fría para un paseo tan largo. Les costó encontrar un ángulo en que no estuviesen frente a frente. Después de la discusión de la noche anterior no les apetecía mirarse a los ojos.
-¿Qué vas a tomar? – preguntó él cuando se acercó la camarera.
-Un café. Con dos sobres de azúcar, por favor.
-Dos cafés entonces, gracias.
Cuando la chica se alejó, Luis dijo:
-No sé como puedes beber el café tan dulce; sólo sabe a azúcar.
-El azúcar me vendrá bien; necesito energía.
-¿Energía? ¿Tan cansado es salir un rato con tu marido?
María no contestó. Fijó la mirada en lo que pasaba más allá de los cristales. Desde allí se veía el mar; un rectángulo de agua entre dos edificios altos y un mirador enrejado que ocultaba la playa. La gente paseaba bien abrigada; guantes de lana, bufandas alrededor del cuello; una mujer llevaba una estola de piel demasiado elegante para un paseo matinal. Prefería fijar su atención en todo eso que no le importaba. No quería pensar en cómo decir a su marido lo que quería decirle.
La voz de Luis le llegó impaciente.
-Tómate el café; se va a enfriar.
-Sí, gracias. No me había dado cuenta.
-Últimamente, no te das cuenta de nada. Estás en la luna a todas horas. ¿Se puede saber que te pasa?
María, levantó las cejas e hizo un ligero gesto con la mano. Abrió la boca como para contestar pero volvió a cerrarla y no dijo nada. Bebió un sorbo de café. Luis la miró enojado y cuando vio que no tendría respuesta, abrió el periódico por la sección de deportes, cruzó las piernas y se concentró en la lectura.
De pronto, María preguntó en voz baja -¿Y tú, dónde estás?
-¿Qué? ¿Que dónde estoy? ¿Qué quieres decir?
-Digo que donde estás. Ya sé que ahora estás aquí, delante de mi tomando un café, pero te pregunto algo distinto. ¿Dónde estás, realmente, todos los días y todas las noches? ¿Dónde estás cuando llegas a casa? Y creo que deberías decirme donde pasas el resto del tiempo.
Luis dejó el periódico, movió la silla para quedar frente a ella, adelantó el torso y puso su cara a un palmo de la de su esposa.
-¿Qué coño te pasa a ti? Te pones insoportable ¿lo sabes? ¿Esto es más de lo mismo que ayer noche? Venga, a ver ¿qué me dices? ¿Qué te engaño otra vez? ¿Qué Carmen vuelve a estar por medio ¿Es eso? Sí, claro; porque tú nunca olvidas.
A María le vinieron a la cabeza un millón de pensamientos. Recordó la rabia cuando se enteró de aquella infidelidad; se sintió humillada, despreciada, y recordó otros muchos momentos en los que su matrimonio había entrado en crisis. Ella había querido conservar su hogar, tener hijos, contar en la vida de Luis y por eso cerraba los ojos tantas veces a la evidencia. Ahora ya no estaba segura de que valiera la pena luchar por conservar todo eso. Y obraba en consecuencia.
-Solo digo que te miro y ya no sé quien eres –continuó -. Nunca me hablas y tampoco me escuchas. Si quiero decirte algo te encierras en el despacho. Hay que estar en público para que te dignes contestarme. Yo solo quiero que reencontremos algo de lo que teníamos cuando nos casamos; quiero saber si podemos recuperar nuestra vida; quisiera que cuando entras en casa lo primero que hicieras no fuera encender la televisión o esconderte detrás del periódico. Me gustaría que me escucharas cuando quiero decir algo; quisiera que me contestaras con algo más que “sí, no, veremos” o “calla, que quiero oír las noticias” Apenas dices otra cosa ¿no te das cuenta?
-Vale, muy bien ¿y qué? ¿Tienes tú algo mejor de que hablar?
-Lo tenía; mejor dicho, lo teníamos. Antes había muchas cosas sobre las que conversar, mucho que compartir. Y me escuchabas.
-Antes era antes, y ahora es ahora – respondió Luis, encogiéndose de hombros.
-Ya. Ahora llevamos siete años casados. Tiempo suficiente para haber agotado las ganas de conversación.
Luis, echó el cuerpo hacia atrás en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho. Esbozó una sonrisa displicente.
-Será que es muy importante que te escuche mientas me cuentas lo difícil que es fregar los platos.
Por un momento Luis creyó que su mujer iba a contestarle y no quiso esperar. Volvió a acercar su rostro al de su mujer. Las palabras sonaron como insultos.
-¿Y si yo no quiero hacer otra cosa? ¿Si no quiero cambiar?
Ella le miró a los ojos y contestó con firmeza:
–Me iré. Y ahora mismo. No puedo vivir así.
Luis le sostuvo la mirada un momento y luego se acomodó mejor en la silla, cogió el periódico y volvió a la página de deportes.
María se puso en pie; se abotonó el abrigo, tomó el bolso y salió de la cafetería. En el bolsillo esperaba el billete de tren para Lisboa. Ya vería si Andrés resultaba ser mejor compañía que la que dejaba atrás. Pensó que había sabido llevar a Luis a su terreno fácilmente; era de suponer que él no aceptaría nada de lo que ella le pidiera. Llamaría a casa y que Juanita le bajara las maletas a la portería. Tenía el tiempo justo para llegar a la estación.
Luis, en la cafetería, sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Cuando obtuvo respuesta, dijo:
–Carmen: está hecho y ha sido muy fácil. No, no se ha puesto histérica; ya te contaré. ¿Cenamos en el “Bristol” esta noche?