09 febrero 2006

Agua y cenizas

De niña, venía aquí cuando quería esconderme. Sigue siendo un lugar solitario y eso me gusta. Cuando baja la marea puedes pasar mucho tiempo rebuscando pequeños tesoros que el mar ha dejado ahí para nosotros. Guardo, guardaba, muchos de ellos. Diminutas estrellas de mar, caparazones de erizo, conchas nacaradas y trozos de caracoles pulidos y repulidos a base de años de roce con la arena. A veces me parecía que algunos de esos hallazgos tenían un significado especial; los apretaba en mi mano y cerraba los ojos intentando comunicarme con ellos; quería que me hablaran; que me contaran los secretos de su vida, que me dijeran desde cuando estaban muertos y si les dolía haber dejado de vivir.
Ahora tengo unas pocas respuestas y sé que a muchos les dolió; que otros habitantes del mar horadaron sus caparazones y se los comieron vivos y que antes de eso, ellos se habían comido a otros porque así es la vida en todas partes. Y también sé que una vez has muerto, nada te duele ni te atañe.
Esta mañana he hecho mi último viaje a esta playa. Me han traido en el coche desde la capital, dando tumbos en el maletero; la carretera sigue estando llena de baches pero me gusta; eso mantendrá la calma en este rincón de la costa y los cangrejos podrán seguir trepando por las rocas en paz.
Mi hijo me ha sacado del maletero y conmigo en brazos, se ha adentrado en el mar, bordeando el acantilado, allí donde las olas baten con más fuerza y ha destapado la urna; ha esperado hasta ver venir una gran ola y justo al llegar el agua a la rompiente, ha volcado en ella mis cenizas.
El mar se me ha llevado. No sé si volveré a esta playa convertida en parte de algún caparazón, dentro de mucho tiempo o si entroncaré con los millones de pólipos muertos en la base de un coral o cuanto viajaré por las bocas de los peces, mezclada con el agua.
Aún no tengo todas las respuestas.