31 octubre 2006

Cuento para F. Segunda parte.

La luz del sol se filtraba por las cristaleras e iba a parar a la superficie del agua de unos pequeños estanques, repartidos estratégicamente por los jardines y formaba un arco iris tras otro. Y no acababa aquí, sino que podías andar por esos caminos de color y todos decían que era como pasear por el Arco Iris de verdad. Y hubo más de una discusión porque algunos se empeñaban en pasear por colores que ya estaban ocupados por otras personas y no querían ceder su rojo o su añil a nadie. Así y todo, nunca hubo que lamentar más que algún pequeño chichón en las cabezas o un ligero arañazo en los brazos de los más peleones.
Cuando todo el mundo hubo paseado lo suficiente como para gastar un buen par de zapatos, apareció el Gran Mayordomo de la Casa Real con la noticia. Estaban invitados a comer en Palacio con la Familia Real al completo. Esto causó un gran revuelo; las señoras decían que no tenían nada que ponerse y rebuscaban en las mochilas algo adecuado para la ocasión y los señores se limpiaban los zapatos, frotándolos en los bajos de los pantalones, se abotonaban hasta el cuello las camisas e intentaban que sus esposas les hicieran un nudo impecable en la corbata.
Al fin, la comitiva estuvo dispuesta y, siguiendo las instrucciones del Gran Mayordomo, fueron desfilando ante los Reyes, los Príncipes y todos los parientes de Sus Majestades que, por nada del mundo se hubieran perdido una comida gratis.
Acabada la imprescindible ceremonia, pasaron al comedor donde, bajo las enormes arañas de cristal, se había dispuesto una mesa larguísima. Sobre el mantel, blanco de nieve, la mejor vajilla, la cristalería más fina y los cubiertos de oro de la Reina, que se había ordenado atar cuidadosamente a unas gomas flexibles sujetas por un gancho bajo la mesa, porque en el último banquete oficial se habían perdido casi la mitad en los bolsillos de los invitados.
Todos disfrutaron de la excelente comida y de la mejor conversación y cortesía de la familia real, que se desvivió por sus invitados. Se brindó muchas veces por la salud y larga vida de los monarcas y sus hijos y también por los intrépidos viajeros y sus países de origen.
Después de los postres y con la última copa de vino en la mano, los viajeros rompieron a cantar el "Asturias, patria queriiiiiidaaaaaa...." y al rey le gustó tanto, que quiso quedarse la música para instaurarla como Himno Nacional, pero por ahí no pasaron los dos asturianos que había entre los viajeros y faltó poco para que la fiesta acabara mal.
Por suerte no fue así, y con los estómagos satisfechos y las caras como tomates por los brindis y los esfuerzos cantores, los viajeros se despidieron de Sus Majestades y se fueron a ver un poco más del país que no tenía nombre aún, porque nadie se había acordado de preguntar tal cosa.
Continuará...

Cuento para F. Primera parte.

Erase una vez, un país muy, pero que muy lejano; tan lejano que ni siquiera estaba en la Tierra Conocida.
Para ver un simple indicador que señalara la dirección, había que andar muchísimo. Las personas que querían encontrarlo, tenían que pertrecharse con toda clase de cosas porque el viaje solía durar tanto que cuando llegaban, algunas ya eran viejecitas. Así que, por si acaso, se compraban bastones con empuñaduras de plata, que duran más, y zapatillas de fieltro forradas de piel de cordero (todo el mundo sabe que los abuelitos siempre tienen frío en los pies) y las señoras nunca descuidaban sus rulos y sus secadores de pelo por si no encontraban peluquerías en el camino. Y todos, todos, dejaban hecho el testamento, que "más vale prevenir" decían.
La principal atracción del lugar a que nos referimos, era que no tenía nombre. Los indicadores solo decían "Por aquí se va..." o bien "Siga, siga que ya falta menos..."
Esto, en lugar de aclarar las cosas, confundía más. Algunas veces iban a parar a algún McDonald´s, cosa que molestaba a los viajeros ya que engordaban solo con olerlo y luego les dolían las articulaciones cuando se ponían en camino otra vez.
Pero nada arredraba a quienes ya habían demostrado tanto valor al emprender la aventura del viaje y, cuando se equivocaban muchísimo y solo llegaban a un bosquecillo o a una insignificante cabaña, se lo tomaban muy bien y se sentaban tranquilamente a merendar pan con aceite y chocolate y, al acabar el refrigerio, se enseñaban unos a otros las fotografías de sus hijos o de sus nietos y las señoras aprovechaban para poner verdes a sus nueras, mientras los señores ponían verdes a los entrenadores de sus equipos de fútbol favoritos.
Se lo pasaban tan bien que, algunas veces, se perdían a propósito.
A trancas y barrancas, algunos de estos animosos viajeros, conseguían llegar a la capital del país que no tenía nombre. Ya desde muy lejos se veían brillar las cúpulas de sus magníficos palacios que estaban revestidas con mosaicos de colores luminosos. Las malas lenguas comentaban que el arquitecto había imitado a un tal Gaudí, pero como casi nadie sabia quien era ese señor, no hacían caso y se quedaban encantados viendo las relucientes torrecillas y los preciosos ventanales de vidrios de colores.
Continuará...