Él llegó el mismo día de la boda de ella con Juan.
Juan le dijo a ella: Ya te he hablado de él. Es el amigo que estaba en Francia.
Ella y él se dieron la mano mirándose a los ojos.
Él no la soltaba y ella sentía el corazón saltándole en el cuello.
Ella intentó apartarse y él no la dejó. Sostenía su mano como si fuera una preciosa figura de cristal. Ella pensó que cuando la soltara, se rompería.
Al fin alguien vino a buscar a la novia. Tuvieron que soltarse. Y se rompieron los dos.
Se vieron muchas veces. Nunca solos. Algunas veces él llegaba de visita con su esposa. Otras llegaba con Juan.
Cada vez algo empezaba y se perdía. De pena y de rabia. Se miraban y sabían. Y porque sabían, callaban. Se despedían con las manos en ascuas y los ojos del otro en la retina.
Ella y él siguieron sus vidas.
Él perdió a uno de sus hijos. Ella tuvo dos. Ya no se veían con la misma frecuencia.
Ella no pudo más con su contradicción. Se separó de Juan. Se marchó lejos con los niños.
Intentó no olvidar los teléfonos a los que podía llamarle para decirle al fin, con todas las palabras, lo que pasaba por su corazón.
Nunca lo hizo.
Pasaron años hasta que una casualidad los reunió de nuevo.
Él ya estaba solo también. Hablaron de todo lo que habían callado durante años.
De lágrimas escondidas, de palabras que quemaban la garganta.
De besos nunca dados, de caricias perdidas.
De responsabilidades que no habían podido o querido dejar atrás.
Se miraron temblando. Ahora todo era posible.
Tuvieron miedo otra vez. Miedo a vaciar de sentido todo su pasado.
Y el amor siguió como siempre.
Oculto. Esperando.
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